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—Arjuna, debes apresurarte, debes matar a Radheya antes de que vuelva al carro.
Arjuna cogió una flecha que era como un rayo. Al verla, los kurus perdieron la
esperanza. Arjuna invocó el astra divino y fijando la flecha al arco estiró la cuerda
hasta sus oídos, soltándola luego como una exhalación. El cielo se iluminó con aquella
espléndida flecha que avanzaba a toda velocidad hacia su objetivo. Radheya estaba
inclinado y sus brazos aún trataban en vano de levantar el carro. La flecha de Arjuna
se acercaba hacia él. Radheya la miró y sus ojos sonrieron con alegría; la flecha cortó la
cabeza del gran Radheya. La cabeza del gran comandante del ejército kuru cayó al suelo
como el Sol descendiendo de repente hacia la tierra. Su hermoso rostro aún conservaba
la sonrisa y su labio inferior permanecía atrapado entre sus dientes por sus esfuerzos de
levantar el carro. Del cuerpo de Radheya salió un resplandor que se elevó hacia el cielo,
algunos pudieron verlo. El resplandor ascendió lentamente, tan lentamente, que parecía
como si no deseara dejar el hermoso cuerpo que lo había contenido durante tantos años.
Capítulo X
EL DOLOR DE DURYODHANA
ADHEYA había muerto. No quedó nada en la tierra después de la muerte de Radheya.
R Todo lo que era noble y hermoso murió con él. Era la tarde del decimoséptimo
día de la gran guerra, pero mirando al cuerpo yaciente de Radheya todo el mundo
estaba seguro de que el Sol había abandonado el cielo y había descendido a la tierra
para embellecerla. El campo de batalla tenía un aspecto hermoso por la noble cabeza
de Radheya que yacía en el suelo como un loto florido que se había roto. Por unos
momentos se produjo una oscuridad repentina en el cielo. El Sol sumido en el dolor, dejó
de brillar en el cielo durante unos instantes, luego volvió a salir de nuevo, pero sus rayos
fueron débiles desde ese momento hasta el fin del día.
Radheya brillaba como el oro fundido. Su ancho pecho que había sido herido por las
flechas de Arjuna, ofrecía una estampa maravillosa para aquellos que le contemplaban.
Sus ojos de loto estaban cerrados y su cuerpo estaba cubierto por el polvo del campo
de batalla. El Sol le miraba con gran desesperación y muy lentamente y de mala gana
iluminaba el campo de batalla. Era mediodía, pero los rayos del Sol eran tan suaves
como rayos de Luna; tan grande era su dolor por la muerte de su desafortunado hijo.
Salya condujo el carro de vuelta al campamento pero sin su insignia y sin su propi-
etario. Vio cómo aquel maldito carro había salido del lodo por sí solo, como si nada
le hubiera ocurrido. Salya no podía ver por las lágrimas que inundaban sus ojos, sus
oídos estaban ensordecidos por los gritos del ejército pandava, no podía soportar oír el
sonido de las caracolas y trompetas que estaban resonando, cantando la victoria de los
pandavas.