Page 187 - Libro Orgullo y Prejuicio
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ellos  podían  haber  apreciado,  no  tenía  peros.  Sus  amabilidades  les  habían
      conmovido, y si hubiesen tenido que describir su carácter según su propia opinión
      y según los informes de su sirvienta, prescindiendo de cualquier otra referencia,
      lo habrían hecho de tal modo que el círculo de Hertfordshire que le conocía no lo
      habría  reconocido.  Deseaban  ahora  dar  crédito  al  ama  de  llaves  y  pronto
      convinieron en que el testimonio de una criada que le conocía desde los cuatro
      años y que parecía tan respetable, no podía ser puesto en tela de juicio. Por otra
      parte, en lo que decían sus amigos de Lambton no había nada capaz de aminorar
      el peso de aquel testimonio. No le acusaban más que de orgullo; orgulloso puede
      que sí lo fuera, pero, aunque no lo hubiera sido, los habitantes de aquella pequeña
      ciudad comercial, donde nunca iba la familia de Pemberley, del mismo modo le
      habrían atribuido el calificativo. Pero decían que era muy generoso y que hacía
      mucho bien entre los pobres.
        En cuanto a Wickham, los viajeros vieron pronto que no se le tenía allí en
      mucha estima; no se sabía lo principal de sus relaciones con el hijo de su señor,
      pero en cambio era notorio el hecho de que al salir de Derbyshire había dejado
      una multitud de deudas que Darcy había pagado.
        Elizabeth  pensó  aquella  noche  en  Pemberley  más  aún  que  la  anterior.  Le
      pareció larguísima, pero no lo bastante para determinar sus sentimientos hacia
      uno  de  los  habitantes  de  la  mansión.  Después  de  acostarse  estuvo  despierta
      durante dos horas intentando descifrarlos. No le odiaba, eso no; el odio se había
      desvanecido hacía mucho, y durante casi todo ese tiempo se había avergonzado
      de  haber  sentido  contra  aquella  persona  un  desagrado  que  pudiera  recibir  ese
      nombre. El respeto debido a sus valiosas cualidades, aunque admitido al principio
      contra  su  voluntad,  había  contribuido  a  que  cesara  la  hostilidad  de  sus
      sentimientos y éstos habían evolucionado hasta convertirse en afectuosos ante el
      importante testimonio en su favor que había oído y ante la buena disposición que
      él  mismo  había  mostrado  el  día  anterior.  Pero  por  encima  de  todo  eso,  por
      encima  del  respeto  y  la  estima,  sentía  Elizabeth  otro  impulso  de  benevolencia
      hacia  Darcy  que  no  podía  pasarse  por  alto.  Era  gratitud;  gratitud  no  sólo  por
      haberla  amado,  sino  por  amarla  todavía  lo  bastante  para  olvidar  toda  la
      petulancia y mordacidad de su rechazo y todas las injustas acusaciones que lo
      acompañaron. Él, que debía considerarla —así lo suponía Elizabeth— como a su
      mayor  enemiga,  al  encontrarla  casualmente  parecía  deseoso  de  conservar  su
      amistad, y sin ninguna demostración de indelicadeza ni afectación en su trato, en
      un asunto que sólo a los dos interesaba, solicitaba la buena opinión de sus amigos
      y se decidía a presentarle a su hermana. Semejante cambio en un hombre tan
      orgulloso no sólo tenía que inspirar asombro, sino también gratitud, pues había
      que atribuirlo al amor, a un amor apasionado. Pero, aunque esta impresión era
      alentadora y muy contraria al desagrado, no podía definirla con exactitud. Le
      respetaba,  le  estimaba,  le  estaba  agradecida,  y  deseaba  vivamente  que  fuese
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