Page 189 - Libro Orgullo y Prejuicio
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CAPÍTULO XLV
Elizabeth estaba ahora convencida de que la antipatía que por ella sentía la
señorita Bingley provenía de los celos. Comprendía, pues, lo desagradable que
había de ser para aquella el verla aparecer en Pemberley y pensaba con
curiosidad en cuánta cortesía pondría por su parte para reanudar sus relaciones.
Al llegar a la casa atravesaron el vestíbulo y entraron en el salón cuya
orientación al norte lo hacía delicioso en verano. Las ventanas abiertas de par en
par brindaban una vista refrigerante de las altas colinas pobladas de bosque que
estaban detrás del edificio, y de los hermosos robles y castaños de España
dispersados por la pradera que se extendía delante de la casa.
En aquella pieza fueron recibidas por la señorita Darcy que las esperaba
junto con la señora Hurst, la señorita Bingley y su dama de compañía. La
acogida de Georgiana fue muy cortés, pero dominada por aquella cortedad
debida a su timidez y al temor de hacer las cosas mal, que le había dado fama de
orgullosa y reservada entre sus inferiores. Pero la señora Gardiner y su sobrina
la comprendían y compadecían.
La señora Hurst y la señorita Bingley les hicieron una simple reverencia y se
sentaron. Se estableció un silencio molestísimo que duró unos instantes. Fue
interrumpido por la señora Annesley, persona gentil y agradable que, al intentar
romper el hielo, mostró mejor educación que ninguna de las otras señoras. La
charla continuó entre ella y la señora Gardiner, con algunas intervenciones de
Elizabeth. La señorita Darcy parecía desear tener la decisión suficiente para
tomar parte en la conversación, y de vez en cuando aventuraba alguna corta
frase, cuando menos peligro había de que la oyesen.
Elizabeth se dio cuenta en seguida de que la señorita Bingley la vigilaba
estrechamente y que no podía decir una palabra, especialmente a la señorita
Darcy, sin que la otra agudizase el oído. No obstante, su tenaz observación no le
habría impedido hablar con Georgiana si no hubiesen estado tan distantes la una
de la otra; pero no le afligió el no poder hablar mucho, así podía pensar más
libremente. Deseaba y temía a la vez que el dueño de la casa llegase, y apenas
podía aclarar si lo temía más que lo deseaba. Después de estar así un cuarto de
hora sin oír la voz de la señorita Bingley, Elizabeth se sonrojó al preguntarle
aquella qué tal estaba su familia. Contestó con la misma indiferencia y brevedad
y la otra no dijo más.
La primera variedad de la visita consistió en la aparición de unos criados que
traían fiambres, pasteles y algunas de las mejores frutas de la estación, pero esto
aconteció después de muchas miradas significativas de la señora Annesley a
Georgiana con el fin de recordarle sus deberes. Esto distrajo a la reunión, pues,
aunque no todas las señoras pudiesen hablar, por lo menos todas podrían comer.
Las hermosas pirámides de uvas, albérchigos y melocotones las congregaron en