Page 70 - Libro Orgullo y Prejuicio
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—A lo mejor lo encuentras encantador.
—¡No lo quiera Dios! Ésa sería la mayor de todas las desgracias. ¡Encontrar
encantador a un hombre que debe ser odiado! No me desees tanto mal.
Cuando se reanudó el baile, Darcy se le acercó para tomarla de la mano, y
Charlotte no pudo evitar advertirle al oído que no fuera una tonta y que no dejase
que su capricho por Wickham le hiciese parecer antipática a los ojos de un
hombre que valía diez veces más que él. Elizabeth no contestó. Ocupó su lugar en
la pista, asombrada por la dignidad que le otorgaba el hallarse frente a frente con
Darcy, leyendo en los ojos de todos sus vecinos el mismo asombro al contemplar
el acontecimiento. Estuvieron un rato sin decir palabra; Elizabeth empezó a
pensar que el silencio iba a durar hasta el final de los dos bailes. Al principio
estaba decidida a no romperlo, cuando de pronto pensó que el peor castigo para
su pareja sería obligarle a hablar, e hizo una pequeña observación sobre el baile.
Darcy contestó y volvió a quedarse callado. Después de una pausa de unos
minutos, Elizabeth tomó la palabra por segunda vez y le dijo:
—Ahora le toca a usted decir algo, señor Darcy. Yo ya he hablado del baile,
y usted debería hacer algún comentario sobre las dimensiones del salón y sobre
el número de parejas.
Él sonrió y le aseguró que diría todo lo que ella desease escuchar.
—Muy bien. No está mal esa respuesta de momento. Quizá poco a poco me
convenza de que los bailes privados son más agradables que los públicos; pero
ahora podemos permanecer callados.
—¿Acostumbra usted a hablar mientras baila?
—Algunas veces. Es preciso hablar un poco, ¿no cree? Sería extraño estar
juntos durante media hora sin decir ni una palabra. Pero en atención de algunos,
hay que llevar la conversación de modo que no se vean obligados a tener que
decir más de lo preciso.
—¿Se refiere a usted misma o lo dice por mí?
—Por los dos —replicó Elizabeth con coquetería—, pues he encontrado un
gran parecido en nuestra forma de ser. Los dos somos insociables, taciturnos y
enemigos de hablar, a menos que esperemos decir algo que deslumbre a todos
los presentes y pase a la posteridad con todo el brillo de un proverbio.
—Estoy seguro de que usted no es así. En cuanto a mí, no sabría decirlo.
Usted, sin duda, cree que me ha hecho un fiel retrato.
—No puedo juzgar mi propia obra.
Él no contestó, y parecía que ya no abrirían la boca hasta finalizar el baile,
cuando él le preguntó si ella y sus hermanas iban a menudo a Meryton. Elizabeth
contestó afirmativamente e, incapaz de resistir la tentación, añadió:
—Cuando nos encontró usted el otro día, acabábamos precisamente de
conocer a un nuevo amigo. El efecto fue inmediato. Una intensa sombra de
arrogancia oscureció el semblante de Darcy. Pero no dijo una palabra; Elizabeth,