Page 187 - Auge y caída del antiguo Egipto
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lugar, aparecía la imagen de culto del dios para denotar su estatus de soberano
               viviente.  Uno  de  los  sacerdotes  del  templo  —o,  en  ocasiones,  un  dignatario

               visitante que actuaba como representante personal del rey— adoptaba el papel

               del dios chacal Uepuauet, «el abridor de los caminos», que marchaba al frente de
               la procesión como heraldo de Osiris. El segundo y central elemento del drama

               recordaba  la  muerte  y  los  funerales  del  dios.  Un  «Gran  Séquito»  escoltaba  la

               imagen de culto, que, encerrada en un barco santuario especial, era trasladada a

               hombros de sacerdotes desde el templo hasta la necrópolis real de la I Dinastía.
               En  el  camino  se  organizaban  ataques  ritualizados  al  barco  santuario  para

               representar la lucha entre el bien y el mal. Los atacantes eran rechazados por

               otros participantes, que adoptaban el papel de defensores del dios. Pese a toda su
               imaginería sagrada, esta batalla ficticia podía a veces volverse desagradable y el

               fervor religioso desembocar en violencia, con el resultado de heridos graves; el

               celo piadoso y la pasión inflamada van de la mano desde tiempos antiguos. El

               tercero y último acto de los misterios era el renacimiento de Osiris y el retorno
               triunfante a su templo. Su imagen de culto era llevada de nuevo al santuario,

               donde  era  purificada  y  ornamentada.  Una  vez  terminada  la  ceremonia,  la

               multitud se dispersaba y la normalidad volvía a Abedyu hasta el año siguiente.
                  Tan poderoso era el simbolismo de los misterios de Osiris que la participación

               en la ceremonia, ya fuera en persona o de manera indirecta, se convirtió en un

               objetivo vital para los antiguos egipcios, su equivalente a una peregrinación a
               Jerusalén o a La Meca. Para la mayoría de la población, realizar un viaje de larga

               distancia  dentro  del  territorio  egipcio  constituía  una  imposibilidad  práctica;

               aunque pudieran permitirse sufragar el viaje, si dejaban sus tierras sin trabajar
               durante  una  semana  o  más  se  arriesgaban  a  quedarse  sin  cosecha,  lo  que

               representaba un desastre. Los burócratas que trabajaban en la administración se

               hallaban en mejor situación en este aspecto, pero aun así necesitaban permiso

               oficial para dejar su puesto y viajar río arriba o río abajo hasta Abedyu. La mejor
               opción para la mayoría de la gente era asistir «por poderes». Si podían hacer que

               se erigiera un cenotafio o estela —cualquier cosa que llevara inscrito su nombre
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