Page 259 - Auge y caída del antiguo Egipto
P. 259
reinado, el país se había sacudido el yugo de la ocupación extranjera, se había
consolidado como una nueva potencia en alza en Oriente Próximo, había
recuperado el dominio de las minas de oro nubias y había sofocado las
disensiones internas. La monarquía se había restablecido triunfalmente en la
cúspide de la sociedad egipcia, dominando la escena política e ingeniando una
brillante simbiosis con el culto nacional dominante. Se habían establecido los
cimientos del poder y la gloria del Imperio Nuevo. Lo único que quedaba por
hacer era construir sobre dichos cimientos; es decir, dar una expresión
arquitectónica concreta al misterio y la majestad de la realeza de un modo que
perdurara eternamente. Esa sería la labor del hijo y heredero de Ahmose,
Amenhotep I (1514-1493).
O, mejor dicho, de la reina madre, ya que la muerte prematura de Ahmose
dejó a Egipto, una vez más, con un monarca menor de edad. Sin embargo, esta
vez el país estaba en paz, y la corte pudo centrar plenamente su atención en un
programa de construcción como los que Egipto no veía desde hacía siglos.
Ahmose había reabierto ya las canteras de piedra caliza de Ainu (la actual Tura)
en la última etapa de su reinado, jactándose de que los bloques de piedra eran
arrastrados desde el frente de la cantera por «bueyes de las tierras de Fenicia». 14
Bajo el reinado del joven Amenhotep I se reanudó la extracción en todas las
grandes canteras —Bosra y Hatnub para el alabastro, Gebel el-Silsila para la
arenisca—, al tiempo que se reiniciaba la minería de la turquesa en el Sinaí por
primera vez desde el reinado de Amenemhat III, doscientos cincuenta años
antes. A lo largo y ancho de Egipto, se repitieron de nuevo los ecos del sonido de
los canteros, albañiles y constructores. Parecía que la Era de las Pirámides
hubiera vuelto de nuevo. Solo que esta vez se daría prioridad a los templos para
los vivos, y no a las tumbas para los muertos.