Page 323 - Auge y caída del antiguo Egipto
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antiguo Egipto, el destinatario no era el pueblo, sino el rey. Una vez ya seguras
               dentro del recinto del templo de Luxor, las imágenes de culto se bajaban de las

               barcas-altar y se depositaban en su nueva sede. Entonces el rey se adentraba en

               el santuario para entrar en comunión privada con la imagen de Amón-Ra.
                  Al  cabo  de  un  rato,  aparecía  de  nuevo  en  la  sala  de  comparecencias  para

               recibir la aclamación de los sacerdotes y cortesanos congregados para la ocasión

               (unos jeroglíficos especiales en la base de las columnas dirigían a las «personas

               corrientes» hacia los lugares de observación permitidos). Su transformación era
               tan clara que todos la veían (y, obviamente, cabe suponer que nadie se atrevía a

               dudar del traje nuevo del emperador); por medio de su comunión con el rey de

               los  dioses,  el  propio  monarca  se  había  rejuvenecido  de  manera  visible  y  su
               divinidad  se  había  «recargado».  Se  había  convertido  en  el  hijo  viviente  de

               Amón-Ra.

                  La clave de toda esta ceremonia era el ka real, la esencia divina que pasaba,

               invisible, al cuerpo mortal de cada sucesivo monarca y lo volvía divino. Era el
               elemento  teológico  más  ingenioso  que  habían  ideado  jamás  los  antiguos

               egipcios, puesto que explicaba y reconciliaba la aparente contradicción de que

               un  rey  pudiera  ser  a  la  vez  mortal  y  divino.  La  Festividad  de  Opet  permitía,
               asimismo, al monarca unirse con el ka real para convertirse en «el primero de

               entre todos los kas vivientes», en un dios encarnado. El de Luxor, pues, era un

               templo consagrado al ka real, al misterio que constituía el núcleo de la realeza
               divina.

                  Fiel  a  las  formas,  Amenhotep  encargó  una  magnífica  obra  escultórica  para

               inmortalizar esa extraordinaria transformación obrada en la Festividad de Opet.
               La estatua del rejuvenecido Amenhotep III es una de las obras maestras de todo

               el  arte  del  antiguo  Egipto.  Muestra  al  rey  a  tamaño  natural  caminando  con

               resolución a grandes pasos, con un torso y unos miembros tensos y musculosos

               que  representan  el  paradigma  de  la  virilidad  juvenil.  Lo  más  destacable  es  el
               tratamiento  de  su  rostro.  Con  unos  inmensos  ojos  almendrados,  labios

               prominentes,  nariz  pequeña  y  pómulos  marcados,  sus  rasgos  transmiten  una
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