Page 328 - Auge y caída del antiguo Egipto
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patos y peces (ambos, potentes símbolos de fertilidad) y, como ornamento jubilar
               especial,  cintas  de  lino  verde.  Luego  compartieron  un  gran  banquete  de

               desayuno con su soberano, antes de ser conducidos fuera de palacio para visitar

               los  puertos  artificiales.  A  continuación, en un espectacular montaje  concebido
               como  exhibición  de  poder  regio  y  realeza  divina,  Amenhotep  III  y  Tiye

               aparecieron en la orilla del agua, engalanados de oro de la cabeza a los pies, y

               deslumbrantes  como  el  propio  sol.  En  el  puerto  oriental,  embarcaron  en  una

               reproducción  de  la  «Barca  Matutina»  del  dios  solar.  Los  cortesanos  que
               aguardaban asieron los extremos de las sogas de proa y tiraron suavemente de la

               barca, representando el milagro diario por el que el dios solar era izado a los

               cielos al amanecer. Luego la escena se desplazó al puerto occidental, donde el
               rey y su consorte volvieron a aparecer, pero esta vez en una réplica de la «Barca

               Vespertina»  del  dios  solar.  Los  dignatarios  cogieron  por  segunda  vez  los

               extremos  de  las  sogas  de  proa, y la  escena se repitió de nuevo,  simbolizando

               ahora el descenso del dios solar al inframundo al anochecer. Bien podría más
               tarde el maestro de ceremonias jactarse de que «varias generaciones de personas,

               desde el tiempo de los ancestros, no habían celebrado tales ritos jubilares».          13

                  Amenhotep III llegó a celebrar un segundo y un tercer jubileos, cada uno de
               ellos acompañado de nuevas construcciones monumentales y aún más rituales.

               Luego,  en  1353,  el  trigésimo  octavo  año  de  su  notable  reinado,  y  de  manera

               bastante inesperada, murió por causas que se desconocen sin haber llegado a la
               cincuentena. La conmoción, para una población bombardeada por la propaganda

               real  y  una  corte  convencida  de  la  inmortalidad  del  rey,  debió  de  ser  bastante

               profunda. Con todo, nadie podía ni siquiera soñar en la revolución que estaba a
               punto de sacudir al país bajo el reinado del heredero de Amenhotep.

                  El deslumbrante sol de Egipto se había puesto. Pero, cuando volviera a salir,

               reluciría con una luz implacable y abrasadora.
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