Page 339 - Auge y caída del antiguo Egipto
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(cuando todavía era Amenhotep IV) tuvo un propósito completamente distinto:
               señalaba el rejuvenecimiento permanente del rey y de todo el cosmos. Mediante

               la corregencia de Atón y el rey, el mundo había sido devuelto a su estado prístino

               inmediatamente posterior al momento de la creación. El universo de Ajenatón
               disfrutaba (o sufría) de una re-creación diaria, reflejando el renacimiento diario

               del  propio  sol,  bajo  la  benéfica  guía  de  la  divina  tríada:  Atón,  el  rey  y  su

               consorte.

                  Aunque el dogma resultara difuso, sus consecuencias fueron bastante claras.
               Para una deidad cuyo poder se transmitía a través de sus rayos, a través de la

               propia luz, un santuario cerrado y oculto —como los que se habían construido

               para los dioses y diosas desde los albores de la civilización— resultaba inútil. El
               culto a Atón exigía templos al aire libre, llenos de mesas repletas de ofrendas

               para el consumo directo del dios. De hecho, toda la ciudad de Ajetatón era un

               gran templo consagrado a Atón, dado que el sol visible podía ser observado y

               adorado en lo alto a cualquier hora del día. A ello aludiría de una forma bastante
               clara  el  «nombre  real»  dado  a  Atón  en  el  momento  de  «su»  jubileo  (1351).

               Aunque escrito dentro del clásico cartucho (un anillo ovalado que en la escritura

               jeroglífica contenía nombres) utilizado por los reyes, el «nombre» era, más bien,
               una declaración bastante abreviada del nuevo credo:



                    ¡Vive! Ra-Horus-de-los-Dos-Horizontes que se regocija en el horizonte en su nombre de Luz que es
                  Atón.

                  Al igual que Ajenatón adoptaba el papel de la Luz (el dios Shu), también su

               nueva  ciudad,  Ajetatón,  «el  horizonte  de  Atón»,  era  el  lugar  donde  Atón  se

               regocijaba: dios, rey y ciudad santa en perfecta armonía.
                  Aunque  en  teoría  Atón  no  necesitaba  ni  templos  ni  clero,  en  la  práctica

               Ajenatón no podía dedicarse al culto —por más que lo hubiese deseado— las

               veinticuatro  horas  todos  los  días  del  año.  Al  fin  y  al  cabo,  él  era  el  jefe  del

               Estado además del profeta de una nueva religión. Así pues, aceptando en este
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