Page 436 - Auge y caída del antiguo Egipto
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intereses, como había sido el caso frente a los hititas bajo el reinado de Ramsés
II. Pese a ello, sí que había amenazas a las posesiones imperiales de Egipto, pero
ninguno de los sucesores de Ramsés IV pudo o quiso prestar la adecuada
atención a los intereses exteriores o de seguridad del país, dado que la
administración estaba preocupada sobre todo por el deterioro de la situación en
el propio territorio egipcio.
El breve reinado de Ramsés V (1150-1145) reveló las verdaderas dimensiones
de la decadencia en que se había sumido el país. Apenas habían finalizado las
ceremonias de coronación cuando el gobierno descubrió un grave escándalo de
corrupción. Se tuvo noticia de que, durante casi una década, un capitán de barco
llamado Jnumnajt se había dedicado a apropiarse en beneficio propio de
sustanciales cantidades de cereal destinadas al templo de Jnum en Abu. Tras
cargar el cereal de una de las haciendas del templo en el delta, el trabajo de
Jnumnajt consistía en transportarlo varios cientos de kilómetros río arriba, hasta
los graneros de los templos de la frontera sur de Egipto. Pero en realidad, en el
transcurso del largo viaje, instigado y ayudado por varios agricultores, escribas e
inspectores, y alentado por un sacerdote corrupto, desviaba una proporción
significativa de cada entrega; para cuando se descubrió la trama, habían sido
robados más de cinco mil sacos de cebada.
La investigación de los delitos de Jnumnajt pronto reveló el verdadero alcance
de la corrupción imperante entre el clero de Abu. Uno de los sacerdotes no solo
había sustraído equipamiento del erario del templo, sino que incluso había
robado crías del toro sagrado de Meruer (Mnevis), del que se creía que era una
encarnación del dios solar Ra. Aquello no era un simple latrocinio; era un
sacrilegio. A cientos de kilómetros de la residencia real de Per-Ramsés, y lejos
de la mirada de los funcionarios del gobierno, los empleados públicos de las
partes más distantes del reino habían decidido echar mano de la caja, confiando
en que sus fechorías pasarían desapercibidas; ojos que no ven, corazón que no
siente. Era la condena definitiva de la administración faraónica, por entonces tan
paralizada que ni siquiera sus propios funcionarios le tenían el menor respeto. El