Page 438 - Auge y caída del antiguo Egipto
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fue sencillamente grabar de nuevo las inscripciones de los añadidos construidos
               por Ramsés IV, atribuyéndoselos a sí mismo.

                  Pero  el  malestar  no  era  solo  una  cuestión  de  debilidad  económica;  había

               también  otra  dimensión  relacionada  con  la  seguridad.  Ya  desde  el  reinado  de
               Ramsés III, Egipto se había enfrentado a repetidas incursiones de tribus libias

               que trataban de abandonar sus áridas tierras y establecerse en el fértil valle del

               Nilo: «Se pasaban todo el día merodeando por el territorio, luchando a diario

               para llenar el estómago; venían a la tierra de Egipto en busca de sustento para
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               sus  bocas».   En  el  plazo  de  seis  años,  el  último  gran  faraón  de  Egipto  había
               rechazado  dos  tentativas  de  invasión  libias,  pero  no  había  sabido  impedir  los

               ataques contra la región tebana al final de su reinado. Ahora, con los organismos
               del  Estado  atrofiados  y  la  maquinaria  de  gobierno  incapaz  de  defender  las

               fronteras de Egipto, las incursiones libias se volvieron más frecuentes. Durante

               el  reinado  de  Ramsés  V  los  trabajos  en  la  tumba  real  se  interrumpieron  por

               completo durante un tiempo, mientras los trabajadores se quedaban en casa por
               temor «al enemigo»; un enemigo que había saqueado e incendiado ya al menos

               una aldea tebana.

                  Puede que, con su elección de los títulos reales y las escenas de triunfo militar
               para los muros de sus templos, Ramsés VI pretendiera ser el defensor de Egipto,

               pero  nada  quedaba  ya  del  antiguo  esplendor;  las  afirmaciones  del  rey  eran

               alardes  vacuos  y  no  engañaban  a  nadie.  Mientras  se  volvía  a  recurrir
               apresuradamente a las guarniciones para mantener la seguridad nacional, Egipto

               cesó  su  actividad  en  las  minas  de  cobre  de  Timna,  abandonó  las  «terrazas  de

               turquesa» del Sinaí y perdió el control de sus últimas y preciadas posesiones en
               Oriente Próximo. Así terminó el Imperio egipcio, no con un final espectacular,

               sino con una discreta consunción. La tierra de los faraones había pasado de ser la

               mayor  potencia  del  Mediterráneo  oriental  a  convertirse  en  una  nación  débil  y

               acosada en solo cuatro generaciones.
                  Un cruel giro del destino asestó el golpe definitivo al prestigio faraónico. En

               tiempos  mejores  podía  tolerarse  una  rápida  sucesión  de  monarcas,  pero  ahora
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