Page 441 - Auge y caída del antiguo Egipto
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Las huelgas de 1158 asestaron un duro revés a este viejo acuerdo entre el rey y
los «trabajadores de la tumba». Si el Estado ya no se comprometía a pagar a
tiempo a los hombres todo lo estipulado, ¿por qué estos habrían de proteger el
secreto más celosamente guardado del Estado? Apenas sorprende, pues, que en
medio del colapso económico y político de finales de la XX Dinastía, ni siquiera
las tumbas del Valle de los Reyes fueran consideradas sacrosantas.
El primer incidente serio tuvo lugar a comienzos del reinado de Ramsés IX
(1126-1108), cuando los ladrones irrumpieron en la tumba de Ramsés VI, sellada
solo una década antes. A este acto de sacrilegio le siguieron, tan solo unos años
después, los actos de vandalismo injustificado cometidos contra dos de los
mayores monumentos de la orilla oeste de Tebas, los templos funerarios de
Ramsés II y Ramsés III. Por fortuna para el gobierno, en estas ocasiones los
ladrones y vándalos causaron relativamente pocos daños. Se inició una
investigación oficial, dirigida por el sumo sacerdote de Amón, y sin duda se
reforzó la seguridad. Pero fue en vano. Al poco tiempo los ladrones
reaparecieron, y esta vez su «blanco fácil» fue la necrópolis real —menos
vigilada— de la XVII Dinastía, en la ladera que dominaba el Ramesseum. Los
cacos apenas tuvieron necesidad de estudiar primero el terreno; dado que eran
habitantes del poblado de los trabajadores, se conocían como la palma de la
mano cada centímetro de la necrópolis tebana. Así, una noche de 1114, un
cantero llamado Amonpanefer se dispuso a cometer el delito del siglo junto con
su banda de cómplices. Entraron en una de las tumbas reales y…
Abrimos sus ataúdes y las envolturas de sus momias … Nos llevamos el oro que encontramos en la
noble momia de este dios, junto con sus [ornamentos] pectorales y otras joyas que llevaba alrededor del
cuello. 7
Tras saquear a fondo la tumba de Sobekemsaf II en busca de todos los objetos
de valor, los ladrones prendieron fuego sin contemplaciones a los ataúdes del rey
y su consorte, reduciendo sus «cofres de vida» a humeantes cenizas. Fue un