Page 461 - Auge y caída del antiguo Egipto
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Aunque la historia del final de la XX Dinastía, de la parálisis y de la eventual
               extinción del Imperio Nuevo está escrita en los monumentos y las intrigas de

               Tebas,  la  principal  sede  del  gobierno  y  la  principal  residencia  real  siguieron

               estando siempre en el norte del país. Menfis había sido la capital de Egipto desde
               los albores de la historia, y durante todo el período ramésida conservó su papel

               de  sede  central  de  la  administración  nacional.  Puede  que  Tebas  adquiriera  el

               rango de capital religiosa de la nación, pero era en Menfis donde se promulgaban

               los reales decretos, se nombraba a los funcionarios y se coronaba a los reyes.
               Como residencia principal del faraón, Per-Ramsés había desempeñado ese papel

               ya desde su fundación bajo el reinado de Ramsés II. El principal socio político

               en la unión del Alto y el Bajo Egipto era el delta, no el valle del Nilo. De ahí
               que,  cuando  el  control  se  lo  repartieron  oficialmente  entre  Herihor  y

               Nesbanebdyedet  tras  la  muerte  de  Ramsés  XI,  fue  el  gobernante  del  norte,

               Nesbanebdyedet  (1069-1045),  el  que  se  llevó  el  primer  premio,  la  corona,

               mientras que su cuñado tuvo que acepar el papel secundario de comandante del
               ejército  y  sumo  sacerdote  de  Amón.  De  ese  modo  se  mantuvo  una  cómoda

               ficción  de  unidad  política,  a  pesar  de  que  lo  que  había  en  realidad  era  una

               asociación  de  dos  reinos  casi  independientes,  unidos  solo  por  vínculos
               matrimoniales.

                  La división de Egipto en dos estados paralelos sería el rasgo definitorio del

               gobierno  libio.  Cada  mitad  del  país  tenía  su  propio  sistema  de  gobierno,  su
               propia administración y su propia capital ceremonial. La idea de las Dos Tierras

               dejó  de  ser  un  simple  concepto  teológico  para  convertirse  en  una  realidad

               práctica.
                  El delta había sido la parte que más había sufrido el impacto del asentamiento

               libio  en  los  últimos  días  del  Imperio  Nuevo,  y  sería  también  allí  donde  más

               intensamente se dejaría sentir el nuevo orden político. Sus inaccesibles marismas

               y tortuosas vías fluviales habían favorecido siempre la fragmentación política, y
               en el apogeo de la dominación libia el delta no tardó en dividirse en un mosaico

               de centros rivales. Cada uno de ellos estaba gobernado por un jefe de los ma o
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