Page 467 - Auge y caída del antiguo Egipto
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era transportado río abajo a la capital del norte, se quedaban muchos más en
Tebas para incrementar las fortunas económicas y políticas de los gobernantes
del sur. Tanto Herihor (1069-1063) como su sucesor en el cargo de sumo
sacerdote, Pinedyem I (1063-1033), se sintieron lo bastante seguros de su
posición como para atribuirse títulos reales, en un claro desafío a sus señores de
Dyanet. Aunque parece que Herihor era reacio a una confrontación directa y
limitó sus pretensiones a las partes más recónditas del templo de Ipetsut,
Pinedyem no mostró tales reticencias. Las inscripciones oficiales de la segunda y
tercera décadas de su gobierno fueron datadas según sus años de «reinado»
independiente, sin apenas mención a los reyes de Dyanet. Asimismo, para su
tumba en las colinas de Tebas reutilizó ataúdes de la tumba de Thutmose I,
añadiendo así en cierta medida el lustre de la XVIII Dinastía a sus pretensiones
monárquicas.
Si la institución de la realeza logró sobrevivir al final del reinado ramésida,
fue gracias a que lo hizo aprovechándose sin miramientos del pasado.
LA VOLUNTAD DIVINA
Apropiarse de la riqueza y los atributos de la monarquía podía resultar bastante
sencillo, pero comprar la legitimidad no lo era tanto. Hasta el mismo final del
Imperio Nuevo, los egipcios habían considerado a los libios y a todos los
extranjeros con su habitual desdén. Para la población autóctona del valle del
Nilo, a la que le resultaba muy fácil tenerse por superior, aquellos hombres
hirsutos y ataviados con plumas de las tribus de más allá del Sahara eran en el
mejor de los casos mercenarios, y en el peor bárbaros repugnantes. Transcurrida
menos de una generación, los mismos libios difícilmente podían esperar ser
aceptados como gobernantes legítimos de Egipto, por más que por aquel
entonces todos los resortes del poder estuvieran en sus manos.
La solución a su dilema residía, como siempre, en una sutil aplicación de la