Page 476 - Auge y caída del antiguo Egipto
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Un trono deslucido
JERUSALÉN, LA DORADA
Puede que la separación de las Dos Tierras en sus partes constituyentes fuera la
nueva realidad política, pero seguía siendo un anatema para la ideología
tradicional egipcia, que acentuaba el papel unificador del rey y consideraba que
la división era el triunfo del caos. Como habían mostrado los hicsos cinco siglos
antes, el peso y la antigüedad de las creencias faraónicas otorgaban a estas cierta
tendencia a acabar imponiéndose. Y en la medida en que la élite libia pasó a
estar más firmemente arraigada y más segura en su ejercicio del poder, ocurrió
algo curioso: en ciertos aspectos importantes empezó a adoptar las costumbres
autóctonas.
Fue en Tebas, el corazón de la ortodoxia faraónica, donde se manifestaron los
primeros síntomas de un retorno a las antiguas formas. Tras el «reinado» de
Pinedyem I (1063-1033), los sumos sacerdotes posteriores evitaron los títulos
reales y dataron sus monumentos, en cambio, según los reinados de los monarcas
en Dyanet. No es que hombres como Menjeperra, Nesbanebdyedet II y
Pinedyem II fueran en absoluto menos autoritarios o despiadados que sus
precursores, pero sí estaban dispuestos a reconocer la autoridad suprema de un
solo monarca. Este hecho suponía un cambio importante, por más que sutil, con
respecto a la filosofía imperante, y reabría la posibilidad de una reunificación
política en algún momento del futuro.
Ese momento llegó a mediados del siglo X. Hacia el final del reinado de
Pasebajaenniut II (950-945), el control de Tebas había pasado a manos de un