Page 482 - Auge y caída del antiguo Egipto
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de Sheshonq I, el final de su sueño de crear una superpotencia y el retorno al
Estado fracturado de la era posramésida. Pero al entonces soberano, Osorkon II,
eso no parecía importarle. Para él, el traspaso de poder a las provincias era una
honorable tradición, que sin duda se acomodaba sin mayores problemas en el
sistema tribal de alianzas que había heredado de sus antepasados nómadas. Podía
tolerar a gobernantes disidentes, con tal de que fueran parientes suyos; el sistema
libio consistía en que todo quedara en familia.
En realidad, el «reinado» independiente de Horsiese fue efímero. Las
relaciones con el delta siguieron en gran medida como antes, y cualquier idea de
una verdadera independencia tebana se quedó en una mera ilusión. Pero el clero
de Amón, que ahora había paladeado el dulce sabor de la autodeterminación, no
tenía el menor interés en volver a un control centralizado. Se había restablecido
el principio de autonomía del sur, aparentemente con la aprobación tácita del
linaje real principal. Se había abierto la caja de los truenos. En lo sucesivo, el
templo y la corona marcharían por caminos separados, lo que tendría profundas
consecuencias para la civilización egipcia.
En el año 838, el nuevo sumo sacerdote de Amón, Takelot, nieto del propio
Osorkon II, recogió el testigo donde su predecesor lo había dejado,
proclamándose rey (con el nombre de Takelot II) y estableciendo una
«contradinastía» oficial en Tebas. Osorkon murió justo tres años después,
reconciliado, al parecer, con la división explícita de su reino y la reducción de su
estatus real. En sus objetos funerarios, se había hecho representar sometiéndose
al «peso del corazón» para decidir si había sido lo bastante bueno como para
obtener la resurrección con Osiris en el inframundo. En el pasado, los reyes
habían disfrutado (o supuesto que disfrutaban) de un pasaporte automático al
más allá; solo los mortales debían afrontar el juicio final. Pero Osorkon no
estaba tan seguro con respecto a en qué lado de la línea estaba. En un gesto de
despedida, el fiel comandante del ejército del difunto rey grabó un lamento en la
entrada de la tumba real; pero este era un canto fúnebre para un compañero, no
una elegía para un monarca divino. A los seis años de la muerte de Osorkon II,