Page 484 - Auge y caída del antiguo Egipto
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elegido  de  Amón  «entre  cientos  de  miles  para  llevar  a  cabo  los  deseos  de  su
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               corazón».   Y  sin  duda  hicieron  bien,  sabiendo  como  sabían  cuál  era  la
               alternativa. Una vez recuperado el control, el príncipe Osorkon no tuvo piedad

               con  los  rebeldes  (algunos  de  los  cuales  eran  sus  propios  funcionarios).  En  su
               inscripción  conmemorativa  de  la  victoria,  describe  cruelmente  cómo  los

               encadenaron  con  grilletes,  los  hicieron  desfilar  ante  él  y  luego  los  mataron

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               «como  cabras  la  noche  del  banquete  del  Sacrificio  Vespertino».   Como  una
               brutal advertencia para otros, «todos fueron pasto de las llamas en el lugar del
               crimen».   7

                  Con  sus  enemigos  reducidos  a  cenizas  en  todos  los  sentidos,  el  príncipe

               Osorkon empezó a poner orden en los asuntos tebanos. Comprobó los ingresos
               del  templo,  atendió  demandas,  presidió  el  nombramiento  de  funcionarios

               menores y promulgó una serie de nuevos decretos; una actividad administrativa

               que vino acompañada de una advertencia:


                       Con  respecto  a  aquel  que  contravenga  esta  orden  que  he  promulgado,  será  sometido  a  la
                    ferocidad de Amón-Ra, la llama de Mut lo doblegará con su ira y su hijo no le sucederá. 8


                  A lo que añadía, modestamente, «mientras que mi nombre se mantendrá firme
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               y perdurará por toda la eternidad».  Las piedras de Ipetsut debieron de hacerse
               eco de sus palabras en señal de aprobación; después de todas las vicisitudes de la

               historia reciente, volvía a haber un príncipe a la antigua usanza.

                  Al año siguiente, el príncipe Osorkon viajó a Tebas nada menos que en tres
               ocasiones, para participar en importantes festividades y presentar ofrendas a los

               dioses. Obviamente, había calculado que incrementando sus apariciones públicas

               podría ganarse a los indecisos y evitar nuevos problemas. Pero estaba totalmente

               equivocado. Lejos de intimidar a los disidentes, el cruel trato que había infligido
               a los rebeldes no había hecho sino alimentar el resentimiento y el odio entre el

               clero,  y  en  el  823  estalló  una  segunda  rebelión  a  gran  escala,  de  nuevo  con

               Padibastet como cabeza visible. La «gran convulsión» desembocó en una guerra
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