Page 67 - Auge y caída del antiguo Egipto
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encarnación terrenal de la suprema divinidad celestial, el dios halcón Horus. Ello
               equivalía  a  una  afirmación  tan  audaz  como  intransigente.  Si  el  rey  no  era

               meramente el representante de los dioses en la Tierra, sino una encarnación de la

               divinidad,  no  podía  cuestionarse  su  poder  sin  destruir  todo  el  conjunto  de  la
               creación.  Este  mensaje  se  reforzaba  a  la  menor  oportunidad.  El  sello  del  rey,

               estampado en las mercancías para señalar su real propiedad o tallado en piedra

               en los monumentos regios, mostraba al dios halcón sobre un marco rectangular

               que contenía el «nombre de Horus» del rey. El marco se diseñaba de forma que
               se  asemejara  a  una  puerta  del  complejo  real.  El  mensaje  —no  demasiado

               subliminal—  era  que  el  rey,  en  su  palacio,  actuaba  bajo  la  sanción  de  la

               divinidad, siendo él mismo un dios encarnado. Como declaración de principios
               del gobierno monárquico, resultaba tan directa como incuestionable.

                  Un segundo título real, de cuyo uso se tiene constancia desde el reinado del

               sucesor de Narmer, daría una nueva vuelta de tuerca a la propaganda regia. Se

               escribía con los signos de un buitre y una cobra, que representaban a dos diosas.
               Nejbet, el buitre, se asociaba a Nejeb (o Nejab, la actual El-Kab), una ciudad

               situada frente a Nejen, en el corazón del Alto Egipto. Por su parte, Uadyet, la

               cobra, era la diosa de Dep, una de las dos poblaciones gemelas (junto con Pe)
               que formarían la importante ciudad de Per-Uadyet (la actual Tell el-Farain), en el

               delta;  representaba,  pues,  al  Bajo  Egipto.  Elegir  a  dos  antiguas  deidades  para

               simbolizar las dos mitades del país y hacer a ambas diosas coprotectoras de la
               monarquía,  resultaba  una  inteligente  jugada  que  permitía  tejer  una  teología

               nacional,  centrada  en  la  persona  del  rey,  con  los  hilos  de  las  creencias  y

               costumbres locales. La adopción de las coronas roja y blanca formaba parte de
               ese mismo proceso, como también la prominencia otorgada a la diosa del delta

               Neit en los nombres de las primeras reales esposas. Así, por ejemplo, la esposa

               de Narmer se llamó Neit-hotep, que significa «Neit está satisfecha». Desde las

               marismas  del  norte  hasta  el  extremo  sur  del  valle  del  Nilo,  todos  los  grandes
               cultos —y sus seguidores— fueron asimilados a la ideología de la realeza. Fue

               una  brillante  demostración  de  dominio  por  medio  de  la  unificación,  una
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