Page 425 - Lara Peinado, Federico - Los etruscos. Pórtico de la historia de Roma
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den  significarse  en  una  urna  antropo­
        morfa de arenisca, del siglo vi a.C., pro­
        cedente  también  de  Chiusi  (hoy  en  el
        British Museum), y que figura a un hom­
        bre de pie.  Por supuesto,  la «representa­
        ción real» se  evidencia en los más recar­
        gados  sarcófagos (piénsese en los llama­
        dos de los esposos, antes comentados) o en
        las urnas de terracota o alabastro con ta­
        padera,  en  la  cual  se  figuraba  al finado
        sentado  o  semisentado  (caso  de  las  nu­
        merosas  halladas  en  la  Tomha Inghirami
        de Volterra, hoy en el Museo Arqueoló­
        gico de Florencia).
           No  han  faltado  autores  que  han  ar­
        gumentado  que  estas  representaciones
        constituirían el sustituto del cuerpo des­
        truido  e incluso  la «envoltura corporal»
        que encerraría una de las almas de la per­
        sona fallecida.                      Difunto banqueteando. Urna de Volterra.  (Museo
           Una  antigua  teoría,  retomada  por        Guamacci, Volterra.)
       A. J. Pfiffig en su Religio Etrusca, plantea­
        ba la posible creencia etrusca en una dua­
        lidad de almas —idea ya adelantada en páginas anteriores—, creencia que es posible
        deducir a partir de numerosos elementos arqueológicos funerarios. Una de aquellas
        almas —copia o reflejo de la persona viviente— marcharía a la ciudad del Más Allá
       y la otra —el «alma vital»— seguiría viviendo junto al cadáver.
           La explicación de tal creencia puede argumentarse en las propias prácticas de los
       ritos funerarios etruscos: incineración e inhumación. Herederos o descendientes de
        la cultura villanoviana, al incinerar a sus deudos hubieron de comprender por simple
        empirismo que, al desaparecer el cuerpo, el alma había de marcharse a un mundo de
       Ultratumba.
           Tiempo después, cuando las cenizas comenzaron a ser recogidas en vasos cano-
       pos y  a  éstos  se  les  dio  formas  humanas  e  incluso  se  llegaron  a  humanizar al  co­
       locarlos sobre tronos, se pasó a creer que el alma de alguna manera ganaba «corpo­
       reidad» y que se iba vinculando a la «envoltura corporal», permaneciendo en ella.
           Cuando, a partir del siglo vi a.C., las tumbas adoptaron forma de casa y la incinera­
       ción se sustituyó por la inhumación, obviamente se acabó por aceptar la idea de que el
       alma permanecía junto a su cuerpo. De ahí el interés en acondicionar las tumbas del
       modo más parecido a las viviendas, con infinidad de utensilios y de las más variadas es­
       cenas pintadas —banquetes, juegos atléticos, relaciones amorosas— para así contentar
        al alma. A ello se unía las periódicas ofrendas de alimentos entregados con ocasión de
       los cultos familiares. Con todo lo cual, las almas no tendrían necesidad de salir de sus
       tumbas y, por lo tanto, de molestar a sus deudos. Sin embargo, la necesidad de conec­
       tar con los dioses del Más Allá había motivado la creencia en una segunda alma, cono­
       cida como hinthial, alma que, atravesando las puertas figuradas en las paredes de las tum­
       bas y utilizando diferentes medios de locomoción, arribaba, quizá tras recorrer un largo
       y peligroso camino, a la ciudad del Más Allá, ubicada en los confines del Océano.


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