Page 203 - El Retorno del Rey
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Sam—. ¡No, no lo harás, ladrón! —Jadeaba, mirando a Sam con los ojos grandes
de miedo y hostilidad. Entonces, de pronto, cerrando el puño con fuerza
alrededor del Anillo, se interrumpió, espantado. Se pasó una mano por la frente
dolorida, como disipando una niebla que le empañaba los ojos. La visión
abominable le había parecido tan real, atontado como estaba aún a causa de la
herida y el miedo. Había visto cómo Sam se transformaba otra vez en un orco,
una pequeña criatura infecta de boca babeante, que pretendía arrebatarle un
codiciado tesoro. Pero la visión ya había desaparecido. Ahí estaba Sam de
rodillas, la cara contraída de pena, como si le hubieran clavado un puñal en el
corazón, los ojos arrasados en lágrimas.
—¡Oh, Sam! —gritó Frodo—. ¿Qué he dicho? ¿Qué he hecho? ¡Perdóname!
Hiciste tantas cosas por mí. Es el horrible poder del Anillo. Ojalá nunca, nunca lo
hubiese encontrado. Pero no te preocupes por mí, Sam. Tengo que llevar esta
carga hasta el final. Nada puede cambiar. Tú no puedes interponerte entre mí y
este malhadado destino.
—Está bien, señor Frodo —dijo Sam, mientras se restregaba los ojos con la
manga—. Lo entiendo. Pero todavía puedo ayudarlo ¿no? Tengo que sacarlo de
aquí. En seguida, ¿comprende? Pero primero necesita algunas ropas y avíos, y
luego algo de comer. Las ropas serán lo más fácil. Como estamos en Mordor, lo
mejor será vestirnos a la usanza de Mordor; de todos modos no hay otra opción.
Me temo que tendrán que ser ropas orcas para usted, señor Frodo. Y para mí
también. Si tenemos que ir juntos, convendrá que estemos vestidos de la misma
manera. ¡Ahora envuélvase en esto!
Sam se desabrochó la capa gris y la echó sobre los hombros de Frodo. Luego,
desatándose la mochila, la depositó en el suelo. Sacó a Dardo de la vaina. La hoja
de la espada apenas centelleaba.
—Me olvidaba de esto, señor Frodo —dijo—. ¡No, no se llevaron todo! No sé
si usted recuerda que me prestó a Dardo, y el frasco de la Dama. Todavía los
tengo conmigo. Pero préstemelos un rato más, señor Frodo. Iré a ver qué puedo
encontrar. Usted quédese aquí. Camine un poco y estire las piernas. Yo no
tardaré. No tendré que alejarme mucho.
—¡Cuidado, Sam! —gritó Frodo—. ¡Y date prisa! Puede haber orcos vivos
todavía, esperando en acecho.
—Tengo que correr el riesgo —dijo Sam. Fue hacia la puerta trampa y se
deslizó por la escalerilla. Un momento después volvió a asomar la cabeza. Arrojó
al suelo un cuchillo largo.
—Ahí tiene algo que puede serle útil —dijo—. Está muerto: el que le dio el
latigazo. La prisa le quebró el pescuezo, parece. Ahora, si puede, señor Frodo,
levante la escalerilla; y no la vuelva a bajar hasta que me oiga gritar la
contraseña. Elbereth, gritaré. Es lo que dicen los elfos. Ningún orco lo diría.