Page 208 - El Retorno del Rey
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demasiada oscuridad para que pudieran estimar la profundidad del precipicio.
—Bueno, allá voy, señor Frodo —dijo Sam—. ¡Hasta la vista!
Se dejó caer. Frodo lo siguió. Y mientras caían oyeron el galope de los jinetes
que pasaban por el puente, y el golpeteo de los pies de los orcos. Sin embargo, de
haberse atrevido, Sam se habría reído a carcajadas. Temiendo una caída casi
violenta entre rocas invisibles, los hobbits, luego de un descenso de apenas una
docena de pies, aterrizaron con un golpe sordo y un crujido en el lugar más
inesperado: una maraña de arbustos espinosos. Allí Sam se quedó quieto,
chupándose en silencio una mano rasguñada.
Cuando el ruido de los cascos se alejó, se aventuró a susurrar:
—¡Por mi alma, señor Frodo, creía que en Mordor no crecía nada! De
haberlo sabido, esto sería precisamente lo que me habría imaginado. A juzgar por
los pinchazos, estas espinas han de tener un pie de largo; han atravesado todo lo
que llevo encima. ¡Por qué no me habré puesto esa cota de malla!
—Las cotas de malla de los orcos no te protegerían de estas espinas —dijo
Frodo—. Ni siquiera un justillo de cuero te serviría.
No les fue fácil salir del matorral. Los espinos y las zarzas eran duros como
alambres y se les prendían como garras. Cuando al fin consiguieron librarse,
tenían las capas desgarradas y en jirones.
—Ahora bajemos, Sam —murmuró Frodo—. Rápido al valle, luego
doblaremos al norte tan pronto como sea posible.
Afuera, en el resto del mundo, nacía un nuevo día, y muy lejos, más allá de
las tinieblas de Mordor, el sol despuntaba en el horizonte, al este de la Tierra
Media; pero aquí todo estaba oscuro, como si aún fuera de noche. En la montaña
las llamas se habían extinguido y los rescoldos humeaban bajo las cenizas. El
resplandor desapareció poco a poco de los riscos. El viento del este, que no había
dejado de soplar desde que partieran de Ithilien, ahora parecía muerto. Lenta y
penosamente bajaron gateando en las sombras, a tientas, tropezando,
arrastrándose entre peñascos y matorrales y ramas secas, bajando y bajando
hasta que ya no pudieron continuar.
Se detuvieron al fin, y se sentaron uno al lado del otro, recostándose contra
una roca, sudando los dos.
—Si Shagrat en persona viniera a ofrecerme un vaso de agua, le estrecharía
la mano —dijo Sam.
—¡No digas eso! —replicó Frodo—. ¡Sólo consigues empeorar las cosas! —
Luego se tendió en el suelo, mareado y exhausto, y no volvió a hablar durante un
largo rato. Por fin, se incorporó otra vez, trabajosamente. Descubrió con
asombro que Sam se había quedado dormido—. ¡Despierta, Sam! —dijo—.
¡Vamos! Es hora de hacer otro esfuerzo.
Sam se levantó a duras penas.
—¡Bueno, nunca lo hubiera imaginado! —dijo—. Supongo que el sueño me