Page 204 - El Retorno del Rey
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Frodo  permaneció  sentado  un  rato,  temblando,  asaltado  por  una  sucesión  de
      imágenes aterradoras. Luego se levantó, se ciñó la capa élfica, y para mantener
      la  mente  ocupada,  comenzó  a  pasearse  de  un  lado  a  otro,  escudriñando  y
      espiando cada recoveco de la prisión.
        No había pasado mucho tiempo, aunque a Frodo le pareció por lo menos una
      hora, cuando oyó la voz de Sam que llamaba quedamente desde abajo: Elbereth,
      Elbereth.  Frodo  soltó  la  escalerilla.  Sam  subió,  resoplando;  llevaba  un  bulto
      grande sobre la cabeza. Lo dejó caer en el suelo con un golpe sordo.
        —¡De prisa ahora, señor Frodo! —dijo—. Tuve que buscar un buen rato hasta
      encontrar algo pequeño como para nosotros. Tendremos que arreglarnos, pero de
      prisa. No he tropezado con nadie, ni he visto nada, pero no estoy tranquilo. Creo
      que este lugar está siendo vigilado. No lo puedo explicar, pero tengo la impresión
      de que uno de esos horribles jinetes anda por aquí, volando en la oscuridad donde
      no se le puede ver.
        Abrió el atado. Frodo miró con repugnancia el contenido, pero no había otro
      remedio:  tenía  que  ponerse  esas  prendas,  o  salir  desnudo.  Había  un  par  de
      pantalones de montar largos y peludos confeccionados con el pellejo de alguna
      bestia inmunda, y una túnica sucia de cuero. Se los puso. Sobre la túnica iba una
      cota  de  malla  redonda,  corta  para  un  orco  adulto,  pero  demasiado  larga  para
      Frodo, y pesada por añadidura. Se la ajustó con un cinturón, del que pendía una
      vaina  corta  con  una  espada  de  hoja  ancha  y  afilada.  Sam  había  traído  varios
      yelmos  de  orcos.  Uno  de  ellos  le  quedaba  bastante  bien  a  Frodo:  un  capacete
      negro con guarnición de hierro, y argollas de hierro revestidas de cuero; sobre el
      cubrenariz en forma de pico brillaba pintado en rojo el Ojo Maléfico.
        —Las prendas de Morgul, las de los hombres de Gorbag, nos habrían sentado
      mejor y eran de más calidad —dijo Sam—; pero hubiera sido peligroso andar
      por Mordor con las insignias de esa gente, después de los problemas que hubo
      aquí. Bien, ahí tiene, señor Frodo. Un perfecto orco pequeño, si me permite el
      atrevimiento, o lo parecería de verdad si pudiésemos cubrirle la cara con una
      máscara, estirarle los brazos y hacerlo patizambo. Con esto disimulará algunas
      fallas del disfraz. —Le puso sobre los hombros un amplio capote negro—. ¡Ya
      está pronto! A la salida podrá escoger un escudo.
        —¿Y tú, Sam? ¿No dijiste que iríamos vestidos los dos iguales?
        —Bueno,  señor  Frodo,  he  estado  reflexionando  —dijo  Sam—.  No  es
      conveniente que deje mis cosas aquí, pero tampoco podemos destruirlas. Y no
      me puedo poner una malla de orco encima de todas mis ropas ¿no? Tendré que
      encapucharme de la cabeza a los pies.
        Se arrodilló, y doblando con cuidado la capa élfica, la convirtió en un rollo
      asombrosamente  pequeño.  Lo  guardó  en  la  mochila  que  estaba  en  el  suelo,  e
      irguiéndose se la cargó a la espalda; se puso en la cabeza un casco orco y se echó
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