Page 207 - El Retorno del Rey
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El País de la Sombra
Sam apenas alcanzó a esconder el frasco en el pecho.
—¡Corra, señor Frodo! —gritó—. ¡No, por ahí no! Del otro lado del muro hay
un precipicio. ¡Sígame!
Huyeron camino abajo y se alejaron de la puerta. Unos cincuenta pasos más
adelante, la senda contorneó uno de los bastiones del risco, y los ocultó a los ojos
de la Torre. Por el momento estaban a salvo. Se agazaparon contra las rocas y
respiraron llevándose las manos al pecho. Posado ahora en lo alto del muro junto
a la puerta en ruinas, el Nazgûl lanzaba sus gritos funestos. Los ecos retumbaban
entre los riscos.
Avanzaron tropezando, aterrorizados. Pronto el camino dobló bruscamente
hacia el este, y por un momento los expuso a la mirada pavorosa de la Torre.
Echaron a correr, y al volver la cabeza vieron la gran forma negra encaramada
en la muralla, y se internaron en una garganta que descendía en rápida pendiente
al camino de Morgul. Así llegaron a la encrucijada. No había aún señales de los
orcos, ni había habido respuesta al grito del Nazgûl; pero sabían que aquel silencio
no podía durar mucho, que de un momento a otro comenzaría la persecución.
—Todo esto es inútil —dijo Frodo—. Si fuésemos orcos de verdad, estaríamos
corriendo hacia la Torre en vez de huir. El primer enemigo con que nos topemos
nos reconocerá. De alguna manera tenemos que salir de este camino.
—Pero es imposible —dijo Sam—. No sin alas.
Las laderas orientales de Ephel Dúath caían a pique en una sucesión de riscos y
precipicios hacia la cañada negra que se abría entre ellos y la cadena interior. No
lejos del cruce, luego de trepar otra cuesta empinada, el camino se prolongaba
en un puente volante de piedra, cruzaba el abismo, y se internaba por fin en
faldas desmoronadas y en los valles del Morgai. En una carrera desesperada,
Frodo y Sam llegaron al puente, pero ya antes de cruzar comenzaron a oír los
gritos y la algarabía. A lo lejos, a espaldas de ellos, asomaba en la cresta la Torre
de Cirith Ungol, y las piedras centelleaban ahora con un fulgor mortecino. De
improviso la campana discordante tañó otra vez. Sonaron los cuernos. Y del otro
lado de la cabecera del puente llegaron los clamores de respuesta. Allá abajo, en
la hondonada sombría, oculta a los fulgores moribundos del Orodruin, no veían
nada, pero oían ya las pisadas de unas botas de hierro, y allá arriba en el camino
resonaba el repiqueteo de unos cascos.
—¡Pronto, Sam! ¡Saltemos! —gritó Frodo. Se arrastraron hasta el parapeto
debajo del puente. Por fortuna, ya no había peligro de que se despeñaran, pues
las laderas del Morgai se elevaban casi hasta el nivel del camino; pero había