Page 206 - El Retorno del Rey
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ahora de un rojo mortecino. Recogieron dos escudos para completar el disfraz, y
siguieron caminando.
Bajaron pesadamente la larga escalera. La cámara de la torre donde se
habían reencontrado parecía casi acogedora ahora que estaban otra vez al aire
libre, y el terror corría a lo largo de los muros. Aunque todo hubiera muerto en
Cirith Ungol, la Torre se alzaba aún envuelta en miedo y maldad. Llegaron por
fin a la puerta del patio exterior y se detuvieron. Ya allí podían sentir sobre ellos
la malicia de los Centinelas. Formas negras y silenciosas apostadas a cada lado
de la puerta, por la que alcanzaban a verse los fulgores de Mordor. Los pies les
pesaban cada vez más a medida que avanzaban entre los cadáveres repugnantes
de los orcos. Y aún no habían llegado a la arcada cuando algo los paralizó.
Intentar dar un paso más era doloroso y agotador para la voluntad y para los
miembros.
Frodo no se sentía con fuerzas para semejante batalla. Se dejó caer en el
suelo.
—No puedo seguir, Sam —murmuró—. Me voy a desmayar. No sé qué me
pasa.
—Yo lo sé, señor Frodo. ¡Manténgase en pie! Es la puerta. Está embrujada.
Pero si pude entrar, también podré salir. No es posible que ahora sea más
peligrosa que antes. ¡Adelante!
Volvió a sacar el frasco élfico de Galadriel. Como para rendir homenaje al
temple del hobbit, y agraciar con esplendor la mano fiel y morena que había
llevado a cabo tantas proezas, el frasco brilló súbitamente iluminando el patio en
sombras con una luz deslumbradora, como un relámpago; pero era una luz firme,
y que no se extinguía.
—Gilthoniel, A Elbereth! —gritó Sam. Sin saber por qué, su pensamiento se
había vuelto de pronto a los elfos de la Comarca, y al canto que había
ahuyentado al Jinete Negro oculto entre los árboles.
—Aiya elenion ancalima! —gritó Frodo, detrás de Sam.
La voluntad de los Centinelas se quebró de repente como una cuerda
demasiado tensa, y Frodo y Sam trastabillaron. Pero en seguida echaron a correr.
Traspusieron la puerta y dejaron atrás las grandes figuras sentadas de ojos
fulgurantes. Se oyó un estallido. La dovela de la arcada se derrumbó casi sobre
los talones de los fugitivos, y el muro superior se desmoronó, cayendo en ruinas.
Habían escapado. Repicó una campana; y un gemido agudo y horripilante se
elevó de los Centinelas. Desde muy arriba, desde la oscuridad, llegó una
respuesta. Del cielo tenebroso descendió como un rayo una figura alada,
desgarrando las nubes con un grito siniestro.