Page 213 - El Retorno del Rey
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larvas todavía estaban abriéndose. Moscas, pardas, grises o negras, marcadas
como los orcos con una mancha roja que parecía un ojo, zumbaban y picaban; y
sobre los brezales danzaban y giraban nubes de mosquitos hambrientos.
—Los atavíos orcos no sirven —dijo Sam, agitando los brazos—. ¡Ojalá
tuviera el pellejo de un orco!
Por último Frodo no pudo continuar. Habían trepado a una barranca empinada
y angosta, pero aún les quedaba un largo trecho antes que pudieran ver la última
cresta escarpada.
—Ahora necesito descansar, Sam, y dormir si puedo —dijo Frodo. Miró
alrededor, pero en aquel paraje lúgubre no parecía haber un sitio donde al menos
un animal salvaje pudiera guarecerse. Al cabo, exhaustos, se escondieron debajo
de una cortina de zarzas que colgaba como una estera de una pared de roca.
Allí se sentaron y comieron como mejor pudieron. Conservando las preciosas
lembas para los malos días del futuro, tomaron la mitad de lo que quedaba en la
bolsa de Sam de las provisiones de Faramir: algunas frutas secas y una pequeña
lonja de carne ahumada, y bebieron unos sorbos de agua. Habían vuelto a beber
en los charcos del valle, pero otra vez tenían mucha sed. Había un dejo amargo
en el aire de Mordor que secaba la boca. Cada vez que Sam pensaba en el agua,
hasta él mismo se sentía desanimado. Más allá del Morgai les quedaba aún por
atravesar la temible llanura de Gorgoroth.
—Ahora usted dormirá primero, señor Frodo —dijo—. Ya oscurece otra vez.
Me parece que este día está por acabar.
Frodo suspiró y se durmió casi antes que Sam hubiese dicho esto. Luchando
con su propio cansancio, Sam tomó la mano de Frodo; y así permaneció, en
silencio, hasta que cayó la noche. Luego, para mantenerse despierto, se deslizó
fuera del escondite y miró en torno. El lugar parecía poblado de crujidos y
crepitaciones y ruidos furtivos, pero no se oían voces ni rumores de pasos. A lo
lejos, sobre los Ephel Dúath en el oeste, el cielo nocturno era aún pálido y lívido.
Allá, asomando entre las nubes por encima de un peñasco sombrío en lo alto de
los montes, Sam vio de pronto una estrella blanca que titilaba. Tanta belleza,
contemplada desde aquella tierra desolada e inhóspita, le llegó al corazón, y la
esperanza renació en él. Porque frío y nítido como una saeta lo traspasó el
pensamiento de que la Sombra era al fin y al cabo una cosa pequeña y
transitoria, y que había algo que ella nunca alcanzaría: la luz, y una belleza muy
alta. Más que una esperanza, la canción que había improvisado en la Torre era un
reto, pues en aquel momento pensaba en sí mismo. Ahora, por un momento, su
propio destino, y aun el de su amo, lo tuvieron sin cuidado. Se escabulló otra vez
entre las zarzas y se acostó junto a Frodo, y olvidando todos los temores se
entregó a un sueño profundo y apacible.
Se despertaron al mismo tiempo, tomados de la mano. Sam se sentía casi
restaurado, listo para afrontar un nuevo día; pero Frodo suspiró. Había dormido