Page 214 - El Retorno del Rey
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mal, acosado por sueños de fuego, y no despertaba de buen ánimo. Aun así, el
descanso no había dejado de tener un efecto curativo. Se sentía más fuerte, más
dispuesto a soportar la carga durante una nueva jornada. No sabían qué hora era
ni cuánto tiempo habían dormido; pero luego de comer un bocado y beber un
sorbo de agua continuaron escalando el barranco, que terminaba en un
despeñadero. Allí las últimas cosas vivas renunciaban a la lucha: las cumbres del
Morgai eran yermas, melladas, desnudas y negras como un techo de pizarra.
Después de errar durante largo rato en busca de un camino, descubrieron uno
por el que podían trepar. Subieron penosamente un centenar de pies, y al fin
llegaron a la cresta. Atravesaron una hendidura entre dos riscos oscuros, y se
encontraron en el borde mismo de la última empalizada de Mordor. Abajo, en el
fondo de una depresión de unos mil quinientos pies, la llanura interior se dilataba
hasta perderse de vista en una tiniebla informe. El viento del mundo soplaba
ahora desde el oeste levantando las nubes espesas, que se alejaban flotando hacia
el este; pero a los temibles campos de Gorgoroth sólo llegaba una luz grisácea.
Allí los humos reptaban a ras del suelo y se agazapaban en los huecos, y los
vapores escapaban por las grietas de la tierra.
Todavía lejano, a unas cuarenta millas por lo menos, divisaron el Monte del
Destino, la base sepultada en ruinas de cenizas, el cono elevándose, gigantesco,
con la cabeza humeante envuelta en nubes. Ahora aletargado, los fuegos
momentáneamente aplacados, se erguía, peligroso y hostil, como una bestia
adormecida. Y por detrás asomaba una sombra vasta, siniestra como una nube
de tormenta: los velos distantes de Barad-dûr, que se alzaba a lo lejos sobre un
espolón largo, una de las estribaciones septentrionales de los Montes de Ceniza. El
Poder Oscuro cavilaba, con el Ojo vuelto hacia adentro, sopesando las noticias de
peligro e incertidumbre; veía una espada refulgente y un rostro majestuoso y
severo, y por el momento había dejado de lado los otros problemas; y la
poderosa fortaleza, puerta tras puerta, y torre sobre torre, estaba envuelta en una
tiniebla de preocupación.
Frodo y Sam contemplaban el país abominable con una mezcla de
repugnancia y asombro. Entre ellos y la montaña humeante, y alrededor de ella
al norte y al sur, todo parecía muerto y destruido, un desierto calcinado y
convulso. Se preguntaron cómo haría el Señor de aquel reino para mantener y
alimentar a los esclavos y los ejércitos. Porque ejércitos tenía, sin duda. Hasta
perderse de vista, a lo largo de las laderas del Morgai y a lo lejos hacia el sur, se
sucedían los campamentos, algunos de tiendas, otros ordenados como pequeñas
ciudades. Uno de los mayores se extendía justo abajo de donde se encontraban
los hobbits: semejante a un apiñado nido de insectos, y entrecruzado por
callejuelas rectas y lóbregas de chozas y barracas grises, ocupaba casi una milla
de llanura. Alrededor, la gente iba y venía; un camino ancho partía del caserío
hacia el sudeste y se unía a la carretera de Morgul, por la que se apresuraban