Page 151 - Vive Peligrosamente
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dirigimos a la retaguardia, donde fuimos obsequiados con una taza de café
          y unos cuantos bizcochos.
            Creo que todos teníamos la impresión de que acabaríamos
          convirtiéndonos en perros sarnosos.  El agua escaseaba tanto que la
          considerábamos como un lujo. Y nuestros cocineros debían recorrer unos
          cuantos kilómetros a retaguardia para hacerse con la que necesitaban para
          cocinar; no disponíamos ni de una sola gota para aseamos y lavar nuestra
          mugrienta ropa. En las cercanías de mi "bunker" había un charco de barro
          en el que se había almacenado una cierta cantidad de agua, que aproveché
          para afeitarme y lavarme los dientes. Me alegré de no tener mucha barba,
          ya que esto me permitía afeitarme cada dos días sin ofrecer, por ello, un
          aspecto tan lamentable como el que ofrecían muchos de mis compañeros.
            Debo envanecerme por el hecho de lavarme los dientes todos los días, a
          pesar de que la  mezcla de barro, agua y pasta dentífrica no podía ser
          considerada, en verdad, como agradable. También confieso que posponía
          para mejores ocasiones el aseo del resto de mi cuerpo.
            Muchas veces pensaba en si debía o no aprovechar el charco aquél para
          bañarme y lavar  mi ropa. Un día sentí tan perentoria  y acuciante la
          necesidad de hacerme una limpieza, que me sumergí en aquella lodosa
          balsa. Se me vinieron al recuerdo los días de nuestra campaña en el Oeste
          cuando, después de varias horas de ininterrumpida marcha, disfrutamos de
          un descanso junto a un canal en el que aprovechamos, como es de suponer,
          la ocasión para sumergirnos en el agua y chapotear alegremente. Uno de
          nuestros camaradas descubrió los cadáveres de varias vacas.  Como es
          lógico, salimos del agua  a toda prisa  y llenos  de asco, pero ninguno se
          sintió mareado o enfermo. Recordando aquel suceso,  me decidí. Me
          despojé del uniforme, eché mi ropa interior en las aguas amarillentas y, a
          mi vez,  me  sumergí en ellas. Algunos de mis compañeros,  al verme,
          hicieron comentarios burlones.
            Mi asistente, que se había resistido a bañarse en  mi  compañía, se
          "emperraba" en limpiar la mugre de mi ropa interior. Me enjaboné varias
          veces, me cepillé con energía, pero, a pesar de todo, no me sentí limpio.
          Eliminé el jabón salpicándome  con cuidado  y noté que  me  encontraba
          mejor, lo que me animó a pensar en si debía sumergirme por completo en
          aquel lodazal.
            No tuve tiempo de adoptar una decisión; los rusos se me adelantaron.
          Escuché unas explosiones peligrosamente cercanas al lugar donde me
          encontraba e, inmediatamente, sentí que una lluvia de barro y piedras caía
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