Page 152 - Vive Peligrosamente
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sobre mí. Todos, con la velocidad del rayo, fuimos a refugiarnos en
nuestros "bunkers", tan a tiempo que apenas lo habíamos hecho tres
granadas estallaron en el sitio exacto donde habíamos estado. Respondimos
a los rusos como se merecían, disparando sobre ellos cada tres minutos. No
cesábamos de preguntarnos sobre cuántas municiones estaban dispuestos a
gastar los oficiales rusos que teníamos enfrente, pero pudimos darnos
cuenta de que no les importaba la cantidad; los proyectiles enemigos
barrían nuestra zona sin descanso. Esta razón, de "calibre", me movió a
prescindir de mi baño y me di prisa en volver a vestirme.
Cuando lo estaba haciendo escuché tres fuertes detonaciones muy cerca
del "bunker" en que yo acostumbraba refugiarme. Pensé que habrían
alcanzado nuestras posiciones y que era preciso saliera a comprobar los
daños. Cuando saqué afuera la cabeza vi una inmensa nube de polvo, y
comprobé que el enemigo había hecho blanco sobre nuestros vehículos, que
habíamos ocultado en los mismos agujeros empleados por los rusos para
tales fines cuando, todavía, eran dueños de la zona en la que nosotros nos
encontrábamos. Aprecié que el coche del jefe de carros de nuestra Sección
había sido tocado por una granada que acababa de estallar en su parte; era
una imagen espeluznante, ya que el vehículo se había convertido en un
montón de chatarra. Sin darme cuenta, exclamé en voz alta:
–¡Santo Dios; hay algo que se mueve junto al volante!
Corrí hacia el coche y vi que un cuerpo se retorcía entre el volante y el
destrozado asiento. No me atreví a hacer nada por temor a que el coche
comenzara a arder, ya que la gasolina del motor empezaba a derramarse y
extenderse. Volví a mi puesto y grité con toda la fuerza de mis pulmones
pidiendo ayuda. Unas cuantas cabezas surgieron de las "madrigueras"; les
hice señas y con nuestros esfuerzos aunados pudimos sacar al herido de
aquel revoltijo de hierros, llevándolo a un lugar seguro. En el herido
reconocimos a nuestro guía y nos dimos cuenta de que la herida era grave.
Tenía la espalda completamente destrozada y los dos brazos le colgaban
como si fueran guiñapos sangrientos. No podíamos prestarle ninguna
ayuda; un sanitario le puso una inyección de morfina y, seguidamente, le
colocamos, como pudimos, en mi coche, que conduje hasta el puesto de
socorro.
El artillero ruso supo afinar la puntería; su última granada había dado en
el blanco plenamente. El herido fue operado inmediatamente. Le fueron
amputados ambos brazos y no pudieron hacer mucho más por el resto del
cuerpo, que estaba acribillado de metralla. El pobre hombre tenía una