Page 158 - Vive Peligrosamente
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toda una serie de medicinas. Debo reconocer que necesité varios días para
que mi maltrecho organismo pudiera reaccionar convenientemente.
Me encontraba todavía bastante débil cuando nuestro coronel me mandó
llamar con urgencia. Hice "examen de conciencia ", pero no me encontré
ninguna culpa. Por ello me presenté ante él procurando mostrar un
continente digno, a pesar de que apenas me tenía en pie.
Comprobé que la cara de mi amigo, que no aceptaba ninguna clase de
broma y no se mostraba condescendiente cuando estaba de servicio, tenía
una expresión amable. Recuerdo perfectamente que me dijo unas cuantas
palabras muy corteses, apropiadas a la situación y, acto seguido, prendió
sobre la gastada tela de mi guerrera la Cruz de Hierro.
Confieso que me sentí enormemente orgulloso y que no pude dejar de
recordar las palabras que me había dicho mi padre cuando me despedí de
él. Estoy seguro de que el recuerdo de ellas y el vino de Crimea que tomé
en compañía de mis hombres aquel día, fueron los mejores remedios contra
el "mal" que padecía. Me sentí curado inesperadamente, de una manera
repentina y, nuevamente, estuve dispuesto para cumplir las misiones que se
me encomendaran.
Volví a trabajar con renovado celo, y revisé e inspeccioné nuestros
vehículos, que se encontraban en un estado lamentable después de ocho
meses en el frente de combate del Este.
Hacía pocos días había pedido se me facilitaran los servicios de seis
mecánicos rusos, que formaban parte de la pléyade de prisioneros de
guerra. Éstos se declararon conformes con trabajar para nosotros y
continuar la campaña alistados en nuestras filas. Debo confesar que todos
nos sentimos sorprendidos por su eficacia y por su facilidad para resolver
cualquier clase de imprevistos. Hasta llegaron a desmontar algunos
engranajes de sus tanques T–34, que encajaban perfectamente en los
vehículos los mismos. Comprobamos que aquellos engranajes eran tan
fuertes que resistían toda clase de pruebas.
De aquellos seis mecánicos rusos, el más dispuesto e inteligente se
llamaba Iván. Era un hombrecillo menudo y rubio, de ojos vivaces, que
sabía salir airoso de cualquier situación, por muy difícil que ella fuere.
Llevaba, al igual que todos los soldados soviéticos, el pelo cortado a
cepillo, lo que le daba una fisonomía singular. Mantenía su uniforme en un
estado bastante presentable, y nunca se negó a practicar las medidas
higiénicas, matutinas y vespertinas, que implanté y que elevé a la categoría
de decreto.