Page 165 - Vive Peligrosamente
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levantó de su camastro sin ayuda de nadie y, por su propio pie, se dirigió a
          las letrinas. Creo que consideraba la cosa más natural del mundo tener que
          valerse por sí mismo al no poder contar con la ayuda de personal sanitario.
            Las columnas de prisioneros que  pasaban ante  nuestros ojos eran
          interminables. Fui testigo de  muchas  cosas inauditas. Vi a  mujeres que
          vestían el uniforme de la tropa que, en muchos casos, podían ser tomadas
          por hombres cuando desfilaban, alta la cabeza, al lado de sus compañeros.
          Hasta vi a una con el  hombro  medio  destrozado por la metralla, que se
          había limitado a vendárselo con una vieja camisa y continuaba la marcha
          como si no le hubiera sucedido nada; en su duro estoicismo llegó hasta el
          punto de negarse a ser atendida e internada en nuestro puesto de socorro.
            Otro caso: un soldado ruso, al que faltaba una pierna y caminaba al lado
          de sus compañeros, apoyaba el muñón de aquélla sobre un simple palo que
          se había agenciado en alguna parte;  hasta se había confeccionado un
          rudimentario torniquete con ayuda de una media, que tenía colocado en el
          muslo de la pierna cercenada para contener la hemorragia. Se apoyaba
          sobre otros dos palos y marchaba cojeando hacia el cautiverio, exactamente
          igual que si tomara parte en un desfile victorioso  y se encontrara en
          pletórico estado de salud.
            Todas estas  gentes desfilaban tranquilas, vistiendo sus  mugrientos  y
          deshilachados uniformes, conscientes de que estaban en un infierno, pero
          conformes  con su suerte. No daban  muestras  de cansancio ni de
          desesperación. Pero la  mirada febril de sus ojos hundidos delataba el
          hambre que sentían, que, tal vez, sintieron siempre.
            Igualmente pude comprobar otro hecho altamente  significativo: los
          rostros de los mogoles y de los calmucos carecían de expresión daban la
          sensación de que los sufrimientos y penalidades eran, para ellos, simples
          jugadas del destino, que les tenían completamente sin cuidado.
            No pasó mucho tiempo sin que recibiésemos la orden  de que
          volviéramos a dirigirnos al Norte. Se nos concedió un descanso en Roslawl,
          localidad situada a unos ciento veintiún kilómetros de Smolensko.
            Aproveché tal ocasión para conocer más a fondo el país en el que me
          encontraba y a las gentes que lo habitaban. Me resistía a vivir aquella época
          como un simple soldado de un ejército de ocupación. Quería, deseaba
          compenetrarme con los seres que  me rodeaban como un ser humano,
          pensando que, tal vez, podría comprenderlos. Anhelaba entablar
          conocimiento con ellos  y llegar a  darme cuenta de sus problemas
          cotidianos.
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