Page 185 - Vive Peligrosamente
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Cierto es que la campiña rusa es muy bella. Ella ha dejado en mí un
grato recuerdo, tanto en las ocasiones en que veíamos salir el sol de un
hermoso día desde la cima de una colina, como cuando abarcábamos con la
vista las grandes llanuras que se extendían ante nosotros. Aquel
espectáculo, lleno de vida y fuerza, nos ponía en contacto directo con la
naturaleza y servía de estímulo a nuestras fuerzas.
Pero no es menos cierto que cuando las llanuras se anegaban con la
lluvia y se saturaban de humedad y de niebla, nos quedábamos perdidos,
nos sentíamos completamente desamparados. Muchos de nuestros hombres
sufrieron agudas depresiones nerviosas y se volvieron irascibles, difíciles
de tratar. Y en aquella situación era cuando, precisamente, necesitaban de
sus compañeros de penalidades; necesitaban sentir la sensación de que
formaban parte de una unidad común que les servía para soportar sus
sufrimientos; les era preciso sentir, también, la sensación de estar "en casa"
por el solo hecho de tener la compañía de sus camaradas de combate.
Nuestro Cuartel general estaba instalado en Rusa. La sección que yo
mandaba tenía su alojamiento en una casa que había estado ocupada por la
NKWD (Policía política soviética). Se trataba de un edificio de madera,
exactamente igual que los demás, con la única diferencia de que, tal vez,
era un poco mayor. Dos despachos, en los que había una caja de caudales y
varias mesas–escritorio revelaban para qué había servido aquella casa
anteriormente.
Las lóbregas celdas, situadas en la otra ala del edificio, no tenían nada
de agradable. Eran estrechas y malolientes; sus enrejadas ventanas, muy
pequeñas, apenas dejaban pasar la luz del exterior. El único mueblaje de
ellas –por llamarlo de alguna manera–, consistía en unos gruesos tablones
colocados a unos veinte centímetros del suelo, a guisa de lechos. Las
pesadas puertas de madera que les cerraban tenían unas mirillas que se
abrían desde fuera. El vestíbulo al que daban todas las puertas de las celdas,
destinado al vigilante probablemente, era tan rudimentario como aquéllas:
disponía, en un rincón, de dos bancos y una mesa así como de una estufa de
hierro destinada a caldear la estancia. Aquello hacía suponer que los que
padecieran prisión en las celdas debían de pasar mucho frío, ya que las
pesadas puertas de madera no dejaban pasar el calor. Un desportillado jarro
que pendía de los bordes de un agujero era la letrina. Como no pude hallar
ninguna conducción de agua, todo me hizo suponer que en aquella infecta
prisión la higiene y la limpieza brillaban por su ausencia.