Page 186 - Vive Peligrosamente
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Pero no había pulgas; eran completamente desconocidas en aquella
zona. (Unos cuantos años más tarde trabé conocimiento con ellas en centros
más civilizados, situados bastante cerca del occidente).
A pesar del desagradable pasado de aquella casa mis hombres
parecieron sentirse a gusto en ella teniendo en cuenta que las celdas estaban
ahora vacías.
Cuando llegué al alojamiento por la noche, fui recibido por nuestros seis
rusos con amables guiños y señas. Acababa de tumbarme sobre el gran
sofá, "tesoro" del anterior alojamiento, cuando Iván y Pior, mis dos
mecánicos predilectos, se me aproximaron lanzando una retahíla de
palabras. Deduje que me pedían les expresara mis deseos. Como lo único
que deseaba era que me dejaran en paz para descansar, al objeto de hacerles
callar les dije cuál era mi deseo, que consideraba imposible:
–¡Quiero un baño caliente y un pollo asado! Y, ahora, dejadme tranquilo
para que pueda dormir.
Como tenía un fuerte dolor de cabeza, tomé uno de los comprimidos que
me había agenciado en una enfermería de Rusa. Me tendí a dormir. Y me
olvidé de la mugre, del mal día pasado, incluso de la guerra. Sabía que el
"dios" del sueño me obsequiaría con bellas imágenes que calmarían mis
agotados pero excitados nervios.
No puedo decir ahora cuánto tiempo dormí entonces. Pero, de pronto,
me desperté dándome cuenta de que alguien me sacudía enérgicamente. Al
abrir los ojos, pude ver que los que me habían despertado eran mis fieles
Iván y Pior. Los dos sonreían de oreja a oreja. Estaba a punto de
maldecirles, cuando ambos apuntaron en dirección a uno de los rincones de
la estancia. Vi, ¡asombrado!, una gran bañera de la que salían espesas nubes
de vapor. ¡Naturalmente, aunque con los ojos medio cerrados, me desnudé
y me apresuré a sumergirme en ella con auténtica delicia! Seguidamente,
los dos rusos empezaron a enjabonar mi cuerpo con cuidado.
Pero aquello no fue todo. Todavía me aguardaba una sorpresa. El sofá
fue cubierto con una gran sábana blanca. Iván y Pior continuaron, después,
afanándose en prepararme una verdadera mesa. Y no quise dar crédito a
mis ojos cuando, sobre ella, pusieron un pollo que había sido asado en una
vieja lata. Con unas cuantas palabras alemanas que había aprendido, Iván
me explicó que se sentía desolado por no haberse podido agenciar la
suficiente mantequilla para asarlo convenientemente. Aquello no impedía
que los dos rusos hubiesen realizado un auténtico milagro que colmaba mis
deseos, que exterioricé, creyendo que eran de imposible realización.