Page 259 - Vive Peligrosamente
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víctimas de tales falsas informaciones transmitidas por el FHQ; no
          estábamos dispuestos a "saltar en el vacío".
            El general Student se ofreció para negociar con el FHQ. Después de un
          continuo tira y afloja, se nos ordenó  trasladarnos a la Prusia Oriental.
          Viajamos en el  mismo  avión que nos había llevado a Italia. Se nos
          introdujo en la misma habitación en la que fui recibido la primera vez que
          visité el Cuartel General. Pero, en esta ocasión, las sillas colocadas en tomo
          de la mesa situada ante la chimenea estaban ocupadas. ¡Todas,
          absolutamente todas! En aquella ocasión tuve la oportunidad de conocer a
          los hombres que dirigían los destinos de Alemania.
            A la izquierda de Adolf Hitler se sentaba el  ministro de Asuntos
          Exteriores, von Ribbentrop; a su derecha, el mariscal de campo Keitel, y el
          coronel–general Jodl, a cuyo lado me ordenaron tomase asiento. Al lado de
          Ribbentrop estaba Himmler; a continuación, el general Student, y, junto a
          éste, el almirante Donitz. Entre éste y yo, el mariscal del Reich, Göring,
          hacia lo posible para que su voluminoso cuerpo cupiera en el sillón.
            El general Student tomó la palabra para exponer la situación.
            Cuando terminó, todo el mundo me miró en espera de que yo hablase.
            Debo reconocer que tuve que hacer un gran esfuerzo para dominar mi
          timidez y  hablar a semejante auditorio. ¡No me pasó por alto  que ocho
          pares de ojos no cesaban de mirarme! ¡Y ellos pertenecían a las más altas
          jerarquías del Reich!
            Había llevado conmigo algunas anotaciones; pero en aquel momento me
          olvidé de ellas. Por tal causa,  me limité a describir, con toda  clase de
          detalles, las investigaciones que había llevado  a efecto hasta aquel
          momento. Los innumerables argumentos que servían de  base a nuestra
          creencia de que el Duce estaba en Santa Magdalena acabaron convenciendo
          a los asistentes a  aquella  reunión. Cuando expliqué la apuesta hecha por
          Warger y sus resultados positivos, pude darme cuenta de que tanto Göring
          como Donitz sonreían divertidos.
            Al terminar de hablar eché una mirada a mi reloj. Me sentí sorprendido
          al ver que había hablado durante media hora. Adolf Hitler se levantó de su
          asiento y, con un gesto espontáneo, me tendió la mano diciendo:
            –¡Creo en sus palabras,  capitán Skorzeny; sé que tiene razón! Daré
          contraorden para que los paracaidistas no sean lanzados en la isla de Elba.
          ¿Ha pensado en el modo como se podrá libertar al Duce del fortín de Santa
          Magdalena? Le ruego me exponga todos los detalles.
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