Page 268 - Vive Peligrosamente
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ligeramente cubierto por el uniforme de verano. Vi que estábamos volando
          sobre nuestro objetivo, el  hotel de montaña; a nuestros pies, el "Campo
          Imperatore", un gran edificio construido en plena montaña, rodeado por las
          empinadas cumbres del Gran Sasso, que se elevaban a dos mil metros sobre
          el nivel del  mar. Inmensas rocas de color parduzco, grandes acantilados,
          picos cubiertos de nieve tardía, y unos cuantos prados se extendían allá
          abajo.
            En aquellos  momentos,  volábamos  sobre el edificio que tanto nos
          interesaba. Aproveché la ocasión para sacar la primera fotografía. Tuve que
          dar varias vueltas al dispositivo del mando de placas, muy duro por cierto,
          para preparar la cámara para la segunda toma de vistas. Aquel movimiento
          hizo que me diera cuenta de que tenia rígidos los dedos, de tan helados que
          estaban. No obstante, no presté atención al hecho y  presioné sobre el
          disparador por segunda vez.
            Justamente detrás del hotel había una parcela de terreno llano, cubierto
          de hierba, que tenia la forma de un triángulo. Para mis adentros, decidí:
            –Ya he encontrado nuestro campo de aterrizaje.
            Un estrecho sendero, que formaba un leve recodo, me hizo suponer que
          la pradera había sido aprovechada como pista de aprendizaje para los
          novatos en el deporte del esquí. Y se trataba de la misma parcela de terreno
          de que me había hablado mi "informador" de Roma. Naturalmente, tomé la
          tercera fotografía. Inmediatamente, di  un fuerte puntapié a  mi  ayudante,
          para darle a comprender que ya era hora de que volviera a introducirme en
          el interior del aparato.
            Guardamos,  como si fuera un tesoro, la cámara fotográfica con las
          primeras vistas tomadas.  No volví a entrar en calor hasta pasados varios
          minutos, y ello gracias a que mis compañeros me dieron fuertes golpes en
          el pecho, espalda y brazos. Radl, con su habitual sentido del humor,
          observó:
            –¿Es que no calienta el sol?
            Como yo no estaba para bromas, por sentirme literalmente congelado,
          decidí hacer pasar a mi querido camarada por la misma experiencia durante
          nuestro viaje de regreso.
            Me  metí en la cabina del  piloto. Desde  ella vi en la lejanía la franja
          azulada del Adriático. Ordené que  descendiéramos  a dos mil quinientos
          metros y que cuando hubiésemos alcanzado la costa, volásemos por encima
          de ella en dirección al Norte. Estudiamos atentamente el  mapa a fin de
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