Page 106 - El Misterio de Belicena Villca
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Navután para conocer el Secreto de la Muerte. Este santuario era venerado por
                 los germanos desde tiempos remotos y, para evitar su profanación por parte de
                 los romanos en el año 9 D.J.C., el Líder querusco Arminio, o Erminrich, aniquiló al
                 ejército del General Publio Quintilio Varo compuesto por veinte mil legionarios, en
                 las proximidades de Teutoburger: Varo y  los principales oficiales se suicidaron
                 luego del desastre.
                        Igual suerte no iban a tener los heroicos sajones setecientos sesenta años
                 después frente a un enemigo abrumadoramente superior y que abrigaba hacia
                 ellos una intolerancia irracional semejante a la que Amílcar Barca experimentaba
                 por los tartesios. Por supuesto que, atrás de esa intolerancia de Carlomagno, hay
                 que ver, igual que en el caso de Amílcar, la mano de los Golen, la necesidad,
                 implantada artificialmente  en la mente de aquellos Generales, de cumplir la
                 sentencia de exterminio. El pecado de los Sajones era éste: ocuparon el bosque
                 y se entregaron con tal empeño a realizar su misión, que impidieron durante
                 siglos que los Golen pudiesen acercarse al Extersteine; pero lo más grave era
                 que grabaron los trece más tres signos  rúnicos del Alfabeto Sagrado en la
                 Columna Irminsul,  y le incrustaron en su centro la Piedra de Venus, en
                 rememoración del Ojo Unico de Wothan que miraba al Mundo del Gran Engaño
                 desde el Arbol del Terror. La repulsión que los Sajones experimentaban hacia los
                 Sacerdotes Golen, su rechazo irreversible al judeocristianismo, su fidelidad al
                 Pacto de Sangre y a la Sabiduría Hiperbórea, su defensa encarnizada de la plaza
                 de Teutoburger Wald, y su negativa a entregar la Piedra de Venus, eran motivos
                 más que suficientes para decretar el exterminio de la Casa Real Sajona,
                 especialmente en ese momento en que el poder de los Golen estaba en su
                 apogeo.
                        Sólo así se explica la sanguinaria persistencia de Carlomagno, que
                 durante treinta años combatió sin tregua  a los Sajones, pueblo cultural y
                 militarmente inferior a los francos y que si resistió tanto fue por el indómito Valor
                 que el Espíritu hacía brotar de su Sangre Pura. En el año 772, las tropas del
                 nuevo Perseo caen sobre Teutoburger Wald y, luego de encarnizada lucha,
                 logran tomar el Extersteine y entregarlo a los Sacerdotes benedictinos Golen para
                 su “purificación”: estos no tardan nada en destruir la Columna Irminsul y robar la
                 Piedra de Venus, condenando desde entonces a los Sajones a la oscuridad de la
                 confusión estratégica, a la desorientación sobre el Origen. No obstante el botín
                 conquistado, faltaba cumplir  la sentencia de los Golen: en el 783, en Verden,
                 Carlomagno, en nombre de Nuestro Señor Jesucristo, haría decapitar a cinco mil
                 Nobles Sajones, cuya Sangre Pura consumaría en el Sacrificio ritual la unidad del
                 Dios Creador Jehová Satanás. Tras una posterior resistencia sin esperanzas, por
                 parte del único jefe rebelde sobreviviente, Wittikind, los Sajones terminaron por
                 aceptar el judeo cristianismo, como tantos otros pueblos en similares
                 circunstancias, y se integraron al Reino Franco.

                        Carlomagno moría en Aquisgrán, en el año 814, pero ya en el 800 había
                 recibido del Papa León III la consagración como Emperador Romano, justo pago
                 para quien tanto sirviera a la Iglesia y a la causa de la Orden benedictina. Le
                 sucede como Emperador su hijo Ludovico Pío, a quien sus contemporáneos
                 apodaron “el Piadoso” y “el Monje”, por  su dedicación a la Iglesia y su
                 preocupación por poner definitivamente a los monjes francos bajo el poder de la
                 Orden benedictina. Apenas tres años después de su coronación imperial concreta

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