Page 150 - El Misterio de Belicena Villca
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Si algún día decide visitar Huelva, apreciado Dr. Siegnagel, seguramente
                 querrá conocer la Caverna de las Maravillas y las Ruinas del Castillo Templario,
                 en Aracena. Para ello tomará la carretera que pasa por Valverde del Camino,
                 muy cerca del emplazamiento antiguo de la Casa de Tharsis, y llega hasta
                 Zalamea la Real; allí es necesario bifurcarse por una carretera secundaria que va
                 subiendo hasta las Minas de Río Tinto, que fueron explotadas en tiempos
                 remotos por los iberos, y veinte kilómetros después llega hasta Aracena. Desde
                 luego, no hay ninguna razón turística que justifique el tomar por otro camino, a
                 menos que se desee viajar por mejores carreteras y se continúe en Zalamea la
                 Real hacia Jabugo, donde aquélla se empalma con la amplia ruta que va desde
                 Lisboa a Sevilla y sigue  el antiguo trazado romano  por el que llegaron Bera y
                 Birsa. Pero si ese no es el motivo y desea uno meterse en complicaciones
                 innecesarias, entonces puede ir por este último camino y prepararse para tomar
                 una pequeña calzada de Tierra, cuyo desvío se encuentra a unos dos kilómetros
                 despúes del puente sobre el Río Odiel. Allí es preciso conducir con cautela pues
                 el sendero está habitualmente  descuidado, cuando no completamente
                 intransitable; se suceden un par de aldeas de nombre incierto y algunas granjas
                 poco prósperas, habitadas por gente hostil a los extranjeros: si a alguien se le
                 ocurre internarse por aquellos parajes deberá ir dispuesto a todo pues ninguna
                 ayuda podría esperar de sus pobladores; ¡parece mentira, pero setecientos años
                 después aún perdura el temor por lo sucedido en  los momentos que estoy
                 refiriendo! No es exageración, en toda la región se percibe un clima lúgubre,
                 amenazador, que se acentúa a medida que  se avanza hacia el Norte; y los
                 aldeanos, cada vez más hostiles o francamente agresivos, conservan numerosas
                 leyendas familiares sobre lo ocurrido en los días de la Casa de Tharsis, aunque
                 se cuidan muy bien de hacerlas conocer  a los extraños. El temor radica en la
                 posibilidad de que la historia se repita, en que vuelva a caer sobre el país el
                 terrible castigo de aquellos días. Por eso no hay que trabar conversación con
                 ellos, y mucho menos hacer alguna pregunta concreta sobre el pasado: eso sería
                 un suicidio; luego de estremecerse de terror el interrogado, sin dudas, montaría
                 en cólera y atraería con sus gritos a otros aldeanos; y entonces, si no consigue
                 escapar a tiempo, sería atacado entre todos y tendría suerte si logra salvar la
                 vida.
                        Después de recorrer unos dieciocho kilómetros, muy cerca ya de Aracena,
                 se arriba a un diminuto valle elevado, situado en el corazón de la Cadena de
                 Aracena. Existe allí una aldea a la que hay que atravesar muy rápido para evitar
                 las pedradas de los niños o algo peor; es  un pueblo del siglo XV y no parece
                 haber evolucionado mucho desde entonces: la mayoría de las casas son de
                 piedra, con las aberturas enmascaradas en madera trabajada a hacha, y tejados
                 de pizarra despareja; y muchas de tales viviendas se encuentran deshabitadas,
                 algunas totalmente destruidas, mostrando que una creciente decadencia y
                 despoblación afecta a la aldea, y que sólo la tenacidad de las familias más
                 antiguas ha impedido su extinción. Su  nombre, “Alquitrán”, le fue impuesto en
                 aquella Epoca y constituye una especie de maldición para los pobladores, que no
                 consiguieron jamás sustituirlo por otro debido a la persistencia que tiene entre los
                 habitantes de las aldeas vecinas. El origen del nombre está dos kilómetros más
                 adelante, casi al terminar el valle, donde un descolorido cartel expresa en latín y
                 castellano “Campus pix picis”, “Campo de la pez”.


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