Page 151 - El Misterio de Belicena Villca
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Lógicamente, es inútil buscar la pez allí porque tal denominación procede
del siglo XIII, cuando sí hubo mucha pez en ese campo, o por lo menos algo que
se le parecía: de allí el nombre del cercano poblado de mineros, quienes al
fundarlo en el siglo XV tuvieron que soportar el tenebroso nombre que le
impusieron sus vecinos y acabaron por aceptarlo con resignación. Mas ¿de
dónde había salido la pez que caracterizó aquel valle perdido entre montañas
desiertas? Esa pez, ese alquitrán, Dr. Siegnagel, es todo lo que quedó del
ejército que el Conde de Tarseval levantó para atacar el Castillo de Aracena y
rescatar a su hijo Godo.
En aquel valle, en efecto, el Conde Odielón acampó con sus tropas que
ascendían a más de mil efectivos; cincuenta caballeros, quinientos aguerridos
almogávares, y quinientos hombres de la Villa. Más que suficiente para atacar y
arrasar al Castillo Templario que sólo contaba con una guarnición de doscientos
Caballeros; aunque los Templarios tenían fama de luchar tres a uno, nada
podrían con fuerzas que los quintuplicaban. Todo lo que se requería para acabar
con la amenaza Templaria, y rescatar a Godo si aún estaba con vida, era evitar
que el Castillo recibiese refuerzos, y para eso sería fundamental dominar el factor
sorpresa. De allí que el Conde Odielón decidiese marchar hacia Aracena por un
sendero de cornisa que sólo conocían los Señores de Tharsis, y que pasaba por
aquel pequeño valle donde iban a acampar las horas nocturnas para caer por
sorpresa al amanecer. Pero el amanecer nunca llegaría para aquellos Señores de
Tharsis.
Serían las once de la noche cuando Bera y Birsa se aprestaron a
consumar el Ritual satánico. El Noyo yacía junto a la orilla del lago subterráneo,
con vida aún pero desvanecido a causa de la tortura recibida y de las múltiples
mutilaciones sufridas: a esa altura había perdido las uñas de manos y pies, los
ojos, las orejas y la nariz; y, como último acto de sadismo y crueldad, acababan
de cortarle la lengua “en premio a su fidelidad a la Casa de Tharsis y a los
Atlantes blancos”. Curiosamente no le aplicaron tormento en los órganos
genitales, quizás debido a la devoción que aquellos Sacerdotes sodomitas
profesaban por el falo.
Pese a que las cuarenta y nueve velas, de los siete candelabros,
iluminaban bastante la Cueva de Odiel, el aspecto de los seis personajes que se
hallaban presentes era sombrío y siniestro: el Abad de Claraval, el Gran Maestre
del Temple, y los dos Preceptores Templarios, estaban envueltos en un aire
taciturno y fúnebre; su inmovilidad era tan absoluta que hubiesen pasado por
estatuas de piedra, si no fuese por que el brillo maligno de sus ojos delataba la
vida latente. Pero quienes realmente infundirían terror en cualquier persona no
avisada que tuviese la oportunidad de presenciar la escena, eran los Inmortales
Bera y Birsa: estaban vestidos con unas túnicas de lino, ahora espantosamente
manchadas por la sangre del Noyo, y tenían puesto pectorales de oro tachonados
con doce hileras de piedras de diferente clase; pero lo que impresionaría al
testigo no sería la vestimenta sino la fiereza de su rostros, el odio que brotaba de
ellos y se difundía en su torno como una radiación mortífera; pero no vaya a
creerse que el odio crispaba o contraía el rostro de los Inmortales: por el
contrario, el odio era natural en ellos; no se distinguiría en las caras de Bera y
Birsa ni un gesto que indicase por sí solo el odio atroz e inextinguible que
experimentaban hacia el Espíritu Increado, y hacia todo aquello que se opusiera
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