Page 153 - El Misterio de Belicena Villca
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vivían aún y se encargarían de hacer cumplir la misión familiar. Del resto de la
                 Casa de Tharsis, no quedó nadie vivo para contarlo.
                        Los centinelas almogávares que  custodiaban el vivaque del Conde de
                 Tarseval comenzaron a inquietarse apenas percibieron el zumbido; no podrían
                 decir cuándo se inició, pero lo cierto es que había ido creciendo y ahora llenaba
                 todo el valle; empero, al tornarse audible, los rudos guerreros creían reconocer,
                 insólitamente, aquel sonido: era el tono exacto, el sonido oscilante  de un
                 enjambre de abejas, pero amplificado tremendamente por alguna causa
                 espantosa y desconocida. Mas el zumbido, pese a ser sorprendentemente
                 anormal y haber cobrado la intensidad capaz de producir aturdimiento, pronto fue
                 olvidado. Los centinelas, en efecto, advirtieron que algo grave ocurría pues un
                 alarido aterrador quebró la continuidad de aquella impresionante vibración; mas
                 tal grito no provenía de afuera sino de adentro del vivaque y no consistía en uno
                 sino en multitud de lamentos que habían coincidido en un instante: el instante en
                 que el agua del lago subterráneo se trasmutó en la sangre de los Señores de
                 Tharsis. Entonces todos los miembros  de la Estirpe experimentaron un calor
                 abrasador mil veces más potente que el Fuego Caliente de la Pasión Animal: y
                 gritaron al unísono. Pero nadie alcanzaría a socorrerlos ya que minutos después
                 morirían “en el mismo momento en que el agua del lago se transformó en brea
                 negra”.
                        En cuestión de minutos cesó el zumbido por completo y un silencio
                 sepulcral se apoderó del valle. Y entonces comenzó la locura para los escasos
                 doscientos sobrevivientes del ejército del Conde Tarseval: todos ellos eran
                 almogávares oriundos de la región de Braga, es decir, de Raza celta. Al principio
                 el espanto los había paralizado, mas  aquellos temibles guerreros no eran
                 propensos a huir en ninguna cirscunstancia; el amanecer, en cambio, los
                 sorprendió deliberando agrupados en el  centro del campamento: según las
                 costumbres, ante la ausencia de los Señores o Caballeros, eligirían un Adalid
                 entre los suyos. Ese cargo recayó en un sujeto que era tan valiente en la guerra
                 como corto de luces fuera de ella, conocido como Lugo de Braga. Aquel jefe se
                 hallaba tan perplejo como el resto por la súbita mortandad y, luego de una prolija
                 inspección por todas las tiendas y lugares donde habían fallecido los guerreros,
                 dedujo que la causa del mal era  una peste desconocida: los cadáveres, en
                 efecto, no presentaban hasta el momento señal alguna que delatase qué clase de
                 peste había causado la muerte, mas ¿qué dudas cabían de que se trataba de
                 una peste? ¡sólo una peste, de acuerdo al criterio de la Epoca, era capaz de
                 matar de esa manera! Naturalmente, en la Edad Media la peste era temida como
                 el peor enemigo, fuera de aquellos que los Señores señalaban como tales y
                 había que enfrentar.
                        Los soldados habrían escapado entonces, a no ser por la comprometedora
                 presencia de tantos Nobles muertos; no podían abandonar impunemente al
                 Conde de Tarseval porque serían perseguidos por toda España; pero tampoco se
                 podía transportar un cadáver contaminado de peste; lo correcto, explicó Lugo, era
                 vencer el miedo y dar cristiana sepultura a los muertos. Así, dominando el temor
                 al contagio que los embargaba, los bravos almogávares fueron alineando los
                 ochocientos cincuenta cadáveres que iban a descender al sepulcro; planeaban
                 excavar tres tipos de tumbas: una fosa común para los almogávares, otra igual
                 para los villanos, y tumbas individuales para los Caballeros. Se encontraban
                 entregados a esa tarea, y a confeccionar las cruces, y a empacar lo que convenía

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