Page 224 - El Misterio de Belicena Villca
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legalidad de la elección de Bonifacio VIII, siendo muchos los canonistas que
                 consideraban a Celestino V como el verdadero Papa. Las siguientes medidas de
                 Felipe  IV, y los movimientos estratégicos de los  Domini Canis, tenderían a
                 consolidar la unidad de este bando, a aglutinarlos en torno del Rey de la Sangre,
                 y a oponerlos a Bonifacio VIII.
                        En el otro bando, el de la Iglesia Golen propiamente dicha, encabezada
                 por Bonifacio VIII, se agrupaban los enemigos de la Nación Mística, es decir, los
                 partidarios del “Enemigo exterior e interior”, las Ordenes Golen y su núcleo
                 secreto: el Colegio de Constructores de Templos. Para Felipe IV, y así sería
                 expuesto en el proceso a los Templarios, desde tales Sociedades Secretas se
                 elaboraba un complot destinado a debilitar a las monarquías en favor de un
                 Gobierno Mundial. Contra este bando satánico, aún lo suficientemente poderoso
                 como para intentar la última defensa de los planes de la Fraternidad Blanca,
                 Felipe IV debía golpear con toda la fuerza de su Espada Volitiva, tratando a la vez
                 de que el golpe respondiese a la Más Alta Estrategia Hiperbórea.
                        Bonifacio  VIII no pierde más tiempo. Decide aplicar sobre el Rey de
                 Francia, y en forma extensiva a todo aquel que osase imitarlo, el prestigio
                 universal de la Iglesia Católica. De este prestigio surge el principio de obediencia
                 a la autoridad papal,  la que hasta entonces nadie osó desobedecer sin sufrir
                 graves penas en su condición religiosa, cuando no castigos de orden más
                 concreto. El llamado a una Cruzada para  salvaguardar la Religión Católica
                 convocaba las más fervorosas adhesiones, ponía en movimiento miles de fieles;
                 y sólo se trataba de un mandato papal, de una orden obedecida por respeto a la
                 Santa Investidura de su emisor. ¿No sería, acaso, el momento justo para aplicar
                 aquel prestigio sobre ese reyezuelo rebelde, que se atrevía a  interferir en los
                 planes centenarios de la Iglesia Golen? Pero Bonifacio VIII no tomaba en cuenta,
                 al evaluar la fuerza de aquel prestigio, la reciente pérdida de Tierra Santa, ni la
                 frustrada Cruzada contra Aragón, ni la presencia aragonesa en Sicilia, ni la
                 extrema debilidad que la guerra contra la Casa de Suabia había producido en el
                 Reino alemán, ni la casi  inexistencia del Imperio, salvo el título que aún se
                 otorgaba a los Reyes alemanes, etc. Nada de esto tomó en cuenta y decidió
                 pulsear a Felipe IV mediante la bula Clericis laicos del 24 de Febrero de 1296.
                        En ella se  prohibía, bajo  pena de excomunión, a todos los príncipes
                 seglares demandar o recibir subsidios extraordinarios del clero; los clérigos, por
                 su parte, tenían prohibido pagarlos, salvo autorización en contrario de la Santa
                 Sede, bajo la misma pena de excomunión. Se llegaba así al absurdo de que un
                 Obispo corría el riesgo de ser excomulgado, no sólo por caer en herejía, sino
                 también por pagar un impuesto. No se  le escapará, Dr. Siegnagel, las
                 connotaciones judaicas que hay detrás de tal mentalidad avara y codiciosa.
                        La reacción de Felipe  IV fue consecuente. Reunió en Francia una
                 asamblea de Obispos para debatir la bula  Clericis laicos, en la que acusó a
                 quienes la obedeciesen de no contribuir a la defensa del Reino y ser, por lo tanto,
                 pasibles del cargo de traición: el Derecho romano se oponía, ya, al Derecho
                 canónico. Envió algunos Obispos leales y ministros a Roma a tratar la cuestión
                 con el Papa, mientras secretamente alentaba a los Colonna para que
                 fortaleciesen al partido gibelino. Pero, además de tomar estas medidas, hizo algo
                 mucho más efectivo: el 17 de Agosto promulgó un edicto por el que se prohibía la
                 exportación de oro y plata del Reino de Francia; otro edicto real prohibía a los
                 banqueros italianos que operaban en Francia aceptar fondos destinados al Papa.

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