Page 225 - El Misterio de Belicena Villca
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De este modo el Papa quedaba privado de recibir las rentas eclesiásticas
                 procedentes de la Iglesia de Francia, incluidos sus propios feudos.
                        Bonifacio VIII, desde luego, no esperaba semejante golpe por parte del Rey
                 francés. Felipe IV había expuesto la nueva situación al pueblo mediante bandos,
                 libelos y asambleas convocadas al efecto; y la había expuesto hábilmente, de
                 modo que la Iglesia de Roma aparecía como indiferente frente a la necesidad de
                 la Nación francesa, como interesada solo egoístamente en sus rentas: mientras
                 la Nación debía movilizar todos sus recursos para afrontar una guerra exterior, se
                 pretendía que aceptase pasivamente, “bajo pena de excomunión”, que el clero
                 derivase importantes rentas hacia Roma. Estos argumentos justificaban ante el
                 pueblo y los estamentos el edicto real,  y predisponían a todos contra la bula
                 papal: en forma unánime se solicitaba a Felipe IV desobedecer la Clericis laicos,
                 cuyo contenido, según los legistas seglares, era manifiestamente perverso pues
                 obligaba al Rey a faltar a las leyes de su Reino. Para Bonifacio VIII, cuyo amor por
                 el oro iba parejo con su fanatismo por la causa Golen, la privación de aquellas
                 rentas significaba poco menos que una mutilación física, máxime cuando se
                 tenían noticias de que el Rey inglés Eduardo I estaba imitando las medidas de
                 Felipe en cuanto a exacción de diezmos eclesiásticos, y ahora se aprestaba a
                 desobedecer también la  Clericis laicos y a incautarse de la totalidad de las
                 rentas de la Iglesia. Se comprenderá mejor el dolor de Bonifacio  VIII si
                 observamos los montos de las rentas en cuestión: Italia aportaba 500.000 florines
                 oro en diezmos papales; Inglaterra 600.000; y Francia, que venía reteniendo una
                 parte destinada a la Cruzada contra Aragón, 200.000. Se trataba de un filón al
                 que por nada del mundo se podía renunciar.
                        ¿Para qué necesitaba Bonifacio  VIII tales cantidades? En parte para
                 financiar la guerra con la que pensaba romper el cerco gibelino que se estaba
                 desarrollando en Italia, donde aún quedaba pendiente la cuestión siciliana; y en
                 parte para enriquecerse él y su familia, ya que Benedicto Gaetani estaba dotado
                 con perfección de los rasgos del ambicioso ilimitado, del trepador inescrupuloso,
                 del tirano corrupto; valgan estos ejemplos: cuando accedió al papado anuló
                 inmediatamente las leyes y decretos de Nicolás IV y Celestino V que beneficiaban
                 a los Colonna, transfiriendo los títulos en favor de sus propios familiares; del Rey
                 Carlos II obtuvo para su sobrino el título de Conde de Caserta y varios feudos;
                 para los hijos de éste, los de Conde de  Palazzo y Conde de Fondí; para sí
                 mismo, se apropió del viejo palacio  del Emperador Octaviano, convertido
                 entonces en la Fortaleza militar de  Roma, al que restauró y reedificó
                 magníficamente, empleando para ello dinero de la Iglesia; igual procedimiento
                 siguió con otros castillos y fortalezas de Campania y Maremma, todos los cuales
                 pasaron a integrar su patrimonio personal; poseía palacios, a cual más bello, en
                 Roma, Rieti y Orvieto, sus residencias habituales, aunque el más bello y lujoso
                 era sin dudas el de su ciudad natal de Anagni, donde pasaba la mayor parte del
                 año; vivía pues en un ambiente de lujo y esplendor que en nada condecía con su
                 condición de cabeza de una Iglesia que exalta la salvación  del Alma por la
                 práctica de la humildad y la pobreza; carecía de escrúpulos para conceder cargos
                 y favores a cambio de dinero, es decir, era simoníaco; colocaba el dinero, suyo o
                 de la Iglesia, indistintamente,  en manos de los banqueros lombardos o
                 Templarios para ser prestado a interés usurario; carecía de toda piedad cuando
                 de alcanzar sus fines se trataba, cualidad que demostró de entrada al hacer
                 asesinar a Celestino V, y confirmó luego con las sangrientas persecuciones de

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