Page 236 - El Misterio de Belicena Villca
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proclamadores de Cruzadas contra la  Sabiduría Hiperbórea. Dentro de la
                 suntuosa residencia, el orgullo de Bonifacio se desploma. ¡Vedlo allí, temblando y
                 llorando como una mujer,  al Demonio Golen que pretendía imperar sobre el
                 carisma del Rey de la Sangre! Quizá no llora por la tragedia del momento sino
                 por el futuro castigo que le impondrán su Señor, el Supremo Sacerdote
                 Melquisedec, y los Maestros de la Fraternidad Blanca.
                        Los pobladores de Anagni, a todo esto, despiertan con la sorpresa de que
                 su ciudad está ocupada por  tropas del Rey de Francia. Alguien hace tañir las
                 campanas llamando a reunión y todas las familias corren hacia la plaza del
                 mercado; las noticias son abrumadoras:  Sciarra Colonna ha venido con un
                 batallón provisto por el  Rey de Francia y seguramente va a matar al Papa.
                 Godofredo Busso se ha pasado al enemigo y la Ciudad ha quedado
                 desguarnecida. Rápidamente, en medio de una gran  confusión nombran como
                 jefe a Adenulfo Conti. Este, acompañado de algunos vecinos, previamente
                 escogidos entre los partidarios de los  Colonna y de los Conti, se marcha a
                 parlamentar con los asaltantes. Habla con Reinaldo Supino y regresa enseguida;
                 asegura con vehemencia que será imposible resistir a los “franceses”, quienes ya
                 están saqueando los palacios de los Cardenales: sólo queda la posibilidad de
                 unirse a ellos y compartir el botín. Desesperados, los güelfos se entregan al
                 pillaje, robando codo a codo con los  gibelinos los palacios cardenalicios y
                 papales. Así desaparecerán obras de arte de  valor incalculable, tesoros de la
                 antigüedad, y riquísima vajilla de oro y plata; cada uno toma cuanto le place y
                 puede cargar. Algunos descubren las bodegas, encargadas de satisfacer los
                 exquisitos paladares de los purpurados y calmar su inextinguible sed, y pronto las
                 botellas circulan de mano en mano. Durante el día, pocos serán los anagnenses
                 que no se hayan robado algo o embriagado; nadie se aventura por las calles y la
                 ciudad queda bajo el control total de los escasos hombres de Nogaret.

                        Mientras se efectúa el saqueo nocturno, y la población se halla entretenida
                 en esa bárbara tarea, una febril actividad guerrera se desarrolla en torno al
                 palacio de Bonifacio, quien, consciente que con su reducida guardia no podrá
                 resistir mucho tiempo, trata de llegar a un acuerdo con los sitiadores; su legado
                 recibe las condiciones: rendirse a discreción, levantar la excomunión a Felipe el
                 Hermoso, rehabilitar a los  Colonna, y concurrir prisionero a Francia para ser
                 juzgado en el Concilio. Al conocerlas, Bonifacio se resiste a aceptarlas y queda
                 sumido en la desesperación: sólo atina a vestir la indumentaria sacerdotal Golen
                 y a aguardar a sus enemigos sentado en el Trono. Entre sollozos de amargura,
                 ora fervorosamente al Dios Creador para  que realice el milagro de salvarlo y
                 salvar los planes de la Fraternidad Blanca. ¿Será posible, se pregunta a gritos,
                 que los Señores de la Guerra triunfen sobre él, que  es un representante del
                 Creador del Universo? Si él, en quien se había confiado para que frenara a los
                 Reyes temporales, fracasaba, ¿qué  nuevas  desventuras  sobrevendrían
                 después a las Ordenes Golen, que por tantos siglos desarrollaron los planes de
                 la Fraternidad Blanca? Tras cada una de estas preguntas se convulsionaba y era
                 evidente que no tardaría en perder la razón.
                        Con excepción de dos Obispos, uno español y otro italiano, todos huyen
                 de su lado como pueden; algunos son capturados y muertos por los hombres de
                 Sciarra Colonna, en tanto que otros son conservados como rehenes pues se
                 entregan voluntariamente,  entre ellos su propio sobrino. Aquellas noticias

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