Page 30 - El Misterio de Belicena Villca
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al Espíritu”, apoyarían entonces al Pueblo Elegido con todo su Poder; pero
                 estaba escrito que aquella Sinarquía no podría concretarse sin expulsar de la
                 Tierra a los enemigos de la Creación, a quienes osaban descubrir a los hombres
                 los Planes de Dios para que estos se rebelasen y apartasen de Sus designios;
                 sobrevendría entonces la Batalla Final entre los Hijos de la Luz y los Hijos de las
                 Tinieblas, vale decir, entre quienes adorasen al Dios Creador con el corazón y
                 quienes comprendiesen a la serpiente con la mente.
                        Resumiendo, los Atlantes morenos, que “eran la expresión de Dios”, no se
                 proponían a sí mismos como objeto del Culto ni exponían a los pueblos nativos
                 su concepción de Dios, la cual se reduciría a  una “Autovisión” que el Dios
                 Creador experimentaría desde su  manifestación en los Atlantes morenos:
                 en cambio, revelaban a los pueblos nativos el Nombre y el Aspecto de algunos
                 Dioses celestiales, que no eran sino  Rostros del Dios Creador, otras
                 manifestaciones de El en el Cielo; los astros del firmamento, y todo cuerpo
                 celeste visible o invisible, expresaban  a estos Dioses. Según la particular
                 psicología de cada pueblo nativo sería, pues, el Dios revelado: a unos, los más
                 primitivos, se les mostraría a Dios como el Sol, la Luna, un planeta o estrella, o
                 determinada constelación; a otros, más evolucionados, se les diría que en tal o
                 cual astro  residía el Dios de sus Cultos. En este caso, se les autorizaba a
                 representar al Dios mediante un fetiche o ídolo que simbolizase su Rostro oculto,
                 aquél con el cual los sacerdotes lo percibían en Su residencia astral.
                        Sea como fuere, que Dios fuese un astro, que existiese tras un astro, que
                 se manifestase en el mundo circundante, en la Creación entera, en los Atlantes
                 morenos, o en cualquier otra casta sacerdotal, el materialismo de semejante
                 concepción es evidente: a poco que se  profundice en ello se hará patente  la
                 materia, puesta siempre como extremo real de la Creación de Dios, cuando no
                 como la substancia misma de Dios, constituyendo la referencia natural de los
                 Dioses, el soporte esencial de la existencia Divina.
                        Es indudable que los Atlantes morenos adoraban  a las Potencias de la
                 Materia pues todo lo sagrado para ellos, aquello por ejemplo que señalaban a los
                 pueblos nativos en el Culto, se fundaba en la materia. En efecto, la santidad que
                 se obtenía por la práctica sacerdotal procedía de una inexorable santificación del
                 cuerpo y de los cuerpos. Y el Poder consecuente, demostrativo de la superioridad
                 sacerdotal, consistía en el dominio de las fuerzas de la naturaleza o, en última
                 instancia, de toda fuerza. Mas, las fuerzas no eran sino manifestaciones de los
                 Dioses: las fuerzas emergían de la materia o se dirigían a ella, y su formalización
                 era equivalente a su deificación. Esto es: el Viento, el Fuego, el Trueno, la Luz,
                 no podían ser sino Dioses o la Voluntad de Dioses; el dominio de las fuerzas era,
                 así, una comunión con los Dioses. Y por eso la más alta santidad sacerdotal, la
                 que se demostraba por el dominio del Alma, fuese ésta concebida como cuerpo o
                 como fuerza, significaba también la más abyecta sumisión a las Potencias de la
                 Materia.
                        El movimiento de los astros denotaba el acto de los Dioses: los Planes
                 Divinos se desarrollaban con tales movimientos en los que cada ritmo, período, o
                 ciclo, tenían un significado decisivo para la vida humana. Por lo tanto, los Atlantes
                 morenos divinizaban el Tiempo bajo la forma de los ciclos astrales o naturales y
                 trasmitían a los pueblos nativos la creencia en las Eras o Grandes Años: durante
                 un Gran Año se concretaba una parte del Plan que los Dioses habían trazado
                 para el hombre, su destino terrestre. El último Gran Año, que duraría unos

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