Page 31 - El Misterio de Belicena Villca
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veintiséis mil años solares, habría comenzado miles de años antes, cuando el
                 Cisne del Cielo se aproximó a la Tierra y los hombres de la Atlántida vieron
                 descender al Dios Sanat: venía para ser el Rey del Mundo enviado por el Dios
                 Sol Ton, el Padre de los Hombres, Aquel que es Hijo del Dios Perro  Sin. Los
                 Atlantes morenos glorificaban el momento en que  Sanat llegó a la Tierra y
                 difundían entre los pueblos nativos el  Símbolo del Cisne como señal de aquel
                 recuerdo primigenio: de allí  que el Símbolo del Cisne,  y luego el de toda ave
                 palmípeda, fuese considerado universalmente como  la evidencia de que un
                 pueblo nativo determinado había concertado el Pacto Cultural; vale decir, que
                 aunque el Dios al que rendían Culto los pueblos nativos fuese diferente, Beleno,
                 Lug, Bran, Proteo, etc., la identificación común con el Símbolo del Cisne delataba
                 la institución del Pacto Cultural. Posteriormente, tras la partida de los Atlantes, el
                 pleito entre los pueblos nativos se simbolizaría como una lucha entre el Cisne y la
                 Serpiente, pues el conflicto era entre los partidarios del Símbolo del Cisne y los
                 que “comprendían al Símbolo de la Serpiente”; por supuesto, el significado de
                 esa alegoría sólo fue conocido por los Iniciados.
                        El Dios  Sanat se instaló en el Trono de los Antiguos Reyes del Mundo,
                 existente desde millones de años antes en el Palacio Korn de la Isla Blanca Gyg,
                 conocida posteriormente en el Tíbet como  Chang Shambalá o  Dejung. Allí
                 disponía para gobernar del concurso de incontables Almas, pues la Isla Blanca
                 estaba en la Tierra de los Muertos: sin embargo, a la Isla Blanca sólo llegaban las
                 Almas de los Sacerdotes, de aquellos que en todas las Epocas habían adorado al
                 Dios Creador. El Rey del Mundo presidía una Fraternidad Blanca o Hermandad
                 Blanca integrada por los más Santos Sacerdotes, vivos o muertos, y apoyada en
                 su accionar sobre la humanidad con el Poder de esos misteriosos Angeles,
                 Seraphim Nephilim, que los Atlantes blancos calificaban de Dioses Traidores al
                 Espíritu del Hombre: de acuerdo a los Atlantes blancos, los Seraphim Nephilim
                 sólo serían doscientos, pero su Poder era tan grande, que regían sobre toda la
                 Jerarquía Oculta de la Tierra; contaban, para ejercer tal Poder, con la
                 autorización del Dios Creador, y les obedecían ciegamente los Sacerdotes e
                 Iniciados del Pacto Cultural, quienes  formaban en las filas de la “Jerarquía
                 Oculta” o “Jerarquía Blanca” de la Tierra. En resumen, en Chang Shambalá, en la
                 Isla Blanca, existía la Fraternidad Blanca, a cuya cabeza estaban los Seraphim
                 Nephilim y el Rey del Mundo.
                        Cabe aclarar que la “blancura” predicada sobre la Mansión insular del Rey
                 del Mundo o su Fraternidad no se refería a una cualidad racial de sus moradores
                 o integrantes sino a la iluminación que indefectiblemente estos poseerían con
                 respecto al resto de los hombres. La  Luz, en efecto, era la cosa más Divina,
                 fuese la luz interior, visible por los ojos del Alma, o la luz solar, que sostenía la
                 vida y se percibía con los sentidos del cuerpo: y esta devoción demuestra, una
                 vez más, el materialismo metafísico  que sustentaban los  Atlantes morenos.
                 Según ellos, a medida que el Alma evolucionaba y  se elevaba hacia el Dios
                 Creador “aumentaba su luz”, es decir, aumentaba su aptitud para recibir y dar luz,
                 para convertirse finalmente en pura luz: naturalmente esa  luz era una cosa
                 creada por Dios, vale decir, una cosa finita, el límite de la perfección del Alma,
                 algo que no podría ser sobrepasado sin contradecir los Planes de Dios, sin caer
                 en la herejía más abominable. Los Atlantes blancos, contrariamente, afirmaban
                 que en el Origen, más allá de las estrellas, existía una Luz Increada que sólo
                 podía ser vista por el Espíritu: esa luz infinita era imperceptible para el Alma.

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