Page 367 - El Misterio de Belicena Villca
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bastión. Al doblar un recodo, los Señores de Tharsis divisaron las murallas y el
caserío de piedra, mientras se acercaban hacia allí a través de una serie de
terrazas escalonadas, dispuestas inteligentemente para tal fin. Un silencio
sepulcral reinaba en el lugar y no se veía movimiento alguno; la puerta carecía de
resguardo y afianzaba la impresión de estar frente a una ciudadela despoblada y
abandonada. Sin embargo, no bien hubieron traspuesto la muralla, el silencio se
hundió bajo un ensordecedor concierto de atroces alaridos y una lluvia de flechas
comenzó a caer sobre los intrusos. Cubriendo a Violante, y seguidos por los
infantes, los cinco Señores de Tharsis cargaron con la caballería sobre la masa
de indios que penetraba a chorros por las puertas de la fortaleza; empero,
aunque las hojas sevillanas causaban gran mortandad entre los aborígenes, su
cantidad era tan grande que pronto tuvieron que retroceder hacia las casas
centrales. Ante las órdenes de Lito, los Señores de Tharsis desmontaron y
corrieron más que de prisa a buscar refugio.
En una vivienda carente de defensa alguna, rodeada sólo de un tapial de
dos codos de altura, se encontraban Lito de Tharsis, Violante, Roque, los dos
frailes, un indio, y los cinco caballos. Por una abertura trapezoidal observaban
cómo un número escalofriante de indígenas los había acorralado en una trampa
sin salida. A gritos llamaron al otro Noyo, Guillermo, quien al fin respondió desde
una casa contigua, adonde buscara protección con el resto de la tropa. Estaba
herido en una pierna, algo que podía ser mortal debido a la ponzoña que los
indios ponían en la punta de sus flechas, y avisaba que tres de los soldados
habían muerto, así como los dos sirvientes indios, y dos caballos. Nadie
imaginaba cómo iban a salir de tan apretada situación, cuando un brusco silencio
se hizo en el bando aborigen. Los Señores de Tharsis aguzaron la vista y
observaron cómo los indios se apartaban con respeto para dar paso a un
personaje ataviado con telas de lana de brillantes colores y tocada su cabeza con
un gorro en forma de bonete, del que colgaban plumas blancas y rojas. Venía
sentado sobre una litera cargada por ocho hombres y traía en la mano un hacha
de piedra; un grupo de indios, que también se distinguían por la indumentaria, y
gozaban de evidente autoridad sobre los guerreros, caminaban a los costados del
vehículo.
A prudente distancia del asilo de los invasores, se detuvo la curiosa
caravana y el ocupante de la litera echó pie a tierra, disponiéndose a deliberar
con sus acompañantes: sin duda discutían el modo de acabar lo más pronto
posible con los españoles. En eso estaban cuando tronó el grito de Lito de
Tharsis y dejó a todos clavados en su sitio. Se había precipitado afuera en un
instante, sin yelmo, con la rubia cabeza descubierta y la Espada Sabia, a la que
quitara la cinta para exhibir la Piedra de Venus, enarbolada en alto, mientras
profería con voz estruendosa:
–¡Apachicoj Atumuruna!
–¡Apachicoj Atumuruna!
–¡Purihuaca Voltan guanancha unanchan huañuy!
¡Pucará Tharsy!
Callaron sorprendidos los recién llegados, pero luego de mirarse entre
ellos enseguida gritaron a su vez:
–¡Huancaquilli Aty!
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