Page 372 - El Misterio de Belicena Villca
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construyeron imitando El Camino de los Dioses. Pero ellos, los dos Amautas
                 del Bonete Negro, no deberían hablar de esos temas con los Huancaquilli pues
                 tal misión les estaba reservada a los “Atumurunas”, que los aguardaban al final
                 del Camino.



                        La capital, Cuzco, se hallaba en el centro de las cuatro regiones en que se
                 dividía el Imperio incaico: al Oeste, el Kontisuyu; al Este, el Antisuyu; al Norte,
                 de donde procedían los Señores de Tharsis, estaba el Chinchasuyu; y al Sur,
                 hacia donde se orientaba el Camino de los Dioses, se encontraba el Kollasuyu.
                 Los dos Caminos Reales hallados por  los conquistadores  de Pizarro, iban de
                 Norte a Sur, siguiendo un trazado paralelo al Camino de los Dioses: la ruta
                 costera, nacía en Tumbes  y llegaba hasta Talca, en  Chile, 4.000 kilómetros
                 después; la central, mil kilómetros más extensa, partía desde Quito y concluía en
                 el lago Titicaca, a orillas del Río Desaguadero. El Camino de los Dioses, mucho
                 más oriental, también terminaba su recorrido en el lago Titicaca. Pero la
                 diferencia radicaba en que los Caminos Reales eran sendas por las que se
                 canalizaba toda la actividad del Imperio: el Camino de los Dioses, por el contrario,
                 era un camino secreto, sólo conocido y empleado por los  Amautas del Bonete
                 Negro, los temidos Iniciados de la Muerte Fría Atyhuañuy.
                        El Camino de los Dioses mostraba un perfecto  estado de conservación,
                 rivalizando en algunos tramos de excepcional belleza con las mejores carreteras
                 europeas: ello se conseguía por la distribución permanente de cientos
                 de hombres a lo largo de su recorrido, quienes se encargaban del mantenimiento
                 de la calzada, del servicio de chasqui, y  del sostenimiento de los tambos que
                 existían cada tres o cuatro leguas. Justamente, a poco de andar por el ciclópeo
                 camino de piedra, los viajeros dieron con un tambo de amplias dimensiones:
                 según supieron luego los Señores de Tharsis, aquellos “Tambos Grandes” se
                 edificaban en las cercanías de las salidas laterales, y secretas, del Camino de los
                 Dioses. El lugar estaba atendido por miembros de la misma Raza morena que
                 servía a los Amautas; unos niños corrieron a descargar las llamas que estos
                 traían y a conducirlas a un corral, pero demostraron gran temor por los caballos
                 españoles, que debieron ser atendidos por los catalanes. Allí comieron las
                 infaltables tortillas de maíz, tamales,  bebieron el api caliente, y descansaron
                 medio día. Un chasqui, entre tanto, partió a la carrera para adelantar la noticia
                 sobre la llegada de los Señores de Tharsis.
                        A pesar de las agotadoras jornadas, durante las cuales marchaban todo el
                 día y sólo se detenían por las noches en los tambos más cercanos, el tiempo
                 pasaba sin que el Camino de  los Dioses pareciese terminar nunca. Y semana
                 tras semana, el frío, el viento, y la nieve, los castigaban sin cesar, puesto que el
                 Camino rara vez descendía por debajo de los 3.000 metros, obligándolos a estar
                 permanentemente abrigados. Un motivo de alegría lo constituyó la rápida mejoría
                 de Guillermo de Tharsis: dos días después de la cura la fiebre cedió
                 notablemente y la pierna comenzó a desinflamarse; a los quince días ya podía
                 caminar casi normalmente. Pero sesenta días después, aún se hallaban
                 transitando por la misma carretera rectilínea, cuyos accidentes mil veces
                 repetidos, escalones, rampas, túneles y puentes colgantes, se les antojaban
                 ahora monótonos y aburridos. La presencia de las inscripciones rúnicas en la
                 misma lengua germánica fue constante durante los miles de kilómetros

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