Page 376 - El Misterio de Belicena Villca
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antebrazo, en una especie de saludo romano. Allí se retiraron los Amautas del
                 Bonete Negro y los Atumurunas los hicieron pasar al Palacio, a una sala
                 semicircular con gradas que daba toda la impresión de constituir un anfiteatro o
                 un foro. Los Hombres de Piedra debieron acomodarse en torno a una mesa
                 central con forma de media luna, en  tanto que una docena  de Atumurunas se
                 distribuían en los peldaños.
                        Un anciano Atumuruna, al que llamaban  Tatainga y que era muchísimo
                 más viejo que quien los guiara hasta allí, tomó la palabra y se dirigió hacia los
                 Señores de Tharsis:
                        –Sé que hay uno de vosotros que comprende nuestra lengua sagrada. Eso
                 me halaga enormemente. Nosotros, en  cambio, no conocemos la vuestra y
                 habréis de disculparnos por ello. Empero, sabemos sí de dónde provenís: del
                 mismo Mundo del que vinieron nuestros Antepasados, hace ya más de
                 seiscientos años.
                        Asintió Lito de Tharsis, con un gesto, y Tatainga continuó:
                        –Ahora, Huancaquillis blancos, ¿nos haréis la Gracia de mostrarnos la
                 Piedra de la Estrella Verde?
                        Extrajo, Lito, la Espada Sabia de su vaina y, quitando la cinta, expuso la
                 Piedra de Venus a la contemplación de los Atumurunas. Un murmullo de
                 aprobación acompañó la exhibición, pero Tatainga se aproximó para examinarla
                 de cerca. Se volvió luego e hizo una seña a unas bellas Iniciadas que guardaban
                 la puerta; éstas salieron y regresaron  al instante trayendo una base cuadrada
                 sobre la que descansaba un objeto, al que no se podía ver por estar cubierto por
                 una tela blanca con guarda de esvásticas negras. Las Iniciadas depositaron su
                 carga con gran delicadeza sobre la mesa medialunada y se retiraron a sus
                 puestos. El anciano Atumuruna quitó, entonces, la tela y los Hombres de Piedra
                 pudieron observar, en el colmo del asombro, una corona germánica de hierro, en
                 la que estaba engarzada una Piedra de Venus exactamente igual a la de la
                 Espada Sabia.
                        –¡Esta es la Corona del Rey Kollman! –afirmó Tatainga con voz
                 respetuosa.


                 Quincuagesimonoveno Día


                        La historia del pueblo de los Atumurunas era notablemente parecida a la
                 de la Casa de Tharsis. El anciano Tatainga se la refirió a los Hombres de Piedra
                 con mucho detalle; pero Yo, Dr. Siegnagel, trataré de resumirla aquí con pocas
                 palabras.
                        Los antepasados de los Atumurunas, y la lengua que aquellos hablaban,
                 procedían de la región de  Schleswig, en el Sur de Dinamarca. En el siglo X
                 existía allí el Reino de Skioldland, que tenía ocho siglos de antigüedad y había
                 resistido a las huestes cristianizadoras de Carlomagno ciento cincuenta años
                 antes. Su población, de Sangre Pura, conservaba la religión de Odín, o Navután,
                 y había logrado preservar la Piedra de Venus, herencia de los Atlantes blancos.
                 Por tales “herejías”, los Golen habían decretado la pena de exterminio para toda
                 la Casa real. Contrariamente a los Señores de Tharsis, los bravos vikingos no
                 ocultaron la Piedra de Venus, sino que la engarzaron en la Corona de sus Reyes,

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