Page 368 - El Misterio de Belicena Villca
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–¡Huancaquilli Aty!
                        y luego, echándose a temblar, como presa de un escalofrío de terror, el de
                 la litera exclamó:
                        –¡Huancaquilli Aty unanchan huañuy!
                        –¡Huancaquilli Aty unanchan huañuy!
                        Al oír estas palabras todos los indios retrocedieron unos pasos,
                 ensanchándose el claro formado frente  al refugio de los españoles. Lito de
                 Tharsis había regresado a la casa tan  sorpresivamente como irrumpió en la
                 escena y observaba, a buen resguardo, la reacción de los nativos.
                        –¿Qué le habéis dicho? –interrogó uno de los frailes.
                        –No lo sé exactamente –respondió Lito–. Son palabras que me ha dicho la
                 Piedra de Venus en la Caverna Secreta.  Creo que se refieren al sitio al que
                 debemos ir. De pronto, tuve la convicción de que debía comunicarlas a nuestros
                 atacantes. Y ya veis el resultado: parecen conocer su significado.
                        En ese momento, la litera, con el extraño ocupante, se alejaba a paso
                 rápido, mientras los guechas, puesto que de guerreros muiscas se trataba, se
                 sentaban en el suelo en su gran mayoría. No dejaban de mirar hacia el refugio de
                 los españoles ni por un instante, las lanzas y flechas prontas para atacar; y en
                 sus inexpresivos rostros, serios y  achinados, era imposible adivinar las
                 intenciones. Lo único seguro que indicaba  la actitud de los indios es que se
                 disponían a esperar; mas, ¿esperar qué, a quién?
                        Así, sitiados en las precarias casas de piedra, fueron pasando las horas
                 sin que nada turbara la impasible vigilancia. Pero los Señores de Tharsis estaban
                 dotados en alto grado de la virtud de la paciencia: no en vano habían hecho
                 guardia durante 1.700 años frente a la Espada Sabia. Se sentaron, pues, a su
                 vez, para aguardar los futuros movimientos de los sitiadores. En pocas horas
                 oscureció sin que los indios se movieran de su sitio, aunque se distinguía tras sus
                 filas que diversas hogueras comenzaban a encenderse: pronto un grupo de
                 mujeres se ocupó de distribuir a cada guecha una torta de maíz y una escudilla
                 de cerámica con un líquido humeante. La noche se hizo cerrada y los españoles
                 decidieron descansar y vigilar por turnos. Todos consiguieron dormir pues el
                 amanecer los encontró en la misma situación del día anterior. No obstante, aún
                 transcurriría la mañana y parte de la tarde antes de que se notase algún cambio.
                        El número de guerreros, en lugar de decrecer, había ido aumentando con
                 el correr de las horas, y ahora prácticamente no existía sitio donde no se divisara
                 uno de ellos: cubrían la plaza y las callejuelas que corrían entre las casas,
                 estaban subidos en los techos, pilares y murallas, y, en fin, hasta donde
                 alcanzaba la vista, se los podía ver en actitud expectante pero francamente hostil.
                 Se advertía sin mucho esfuerzo que  acechaban por millares, y que sería muy
                 difícil zafar el cerco. Al promediar la tarde, los Hombres de Piedra comprobaron
                 que algo nuevo ocurría: los guechas, se pusieron súbitamente de pie y se
                 apartaron dificultosamente para dejar pasar a una caravana que avanzaba desde
                 la puerta exterior de la fortaleza. Esta vez eran tres literas que llegaban; en una
                 regresaba el enigmático personaje del día anterior;  y en las otras dos, venían
                 sentados unos hombres de facciones del todo diferentes a las de los indígenas:
                 mientras aquéllos presentaban caracteres  indudablemente asiáticos, los recién
                 llegados mostraban los rasgos inconfundibles del hombre occidental europeo.
                 Inclusive su tez, evidentemente bronceada por las exposiciones solares, era
                 bastante pálida, y contrastaba notablemente con la piel amarilla de los muiscas.

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