Page 523 - El Misterio de Belicena Villca
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con los hombres. Sin Médium no hay comunicación posible, ya sea ésta tangible,
mental, escrita, física o de cualquier otra clase”. Y también dice: “un Espíritu es
un hombre sin cuerpo físico”.
La Mediumnidad como facultad humana se presenta en “relación a los
sentidos” siendo una extensión de éstos tal que permite abarcar parte del “Otro
Mundo”. Hay así una Mediumnidad Auditiva, una Mediumnidad Escribiente, etc.
Sin por ello aceptar la Cosmogonía Espírita que afirma, como lo hace la Gnosis,
la Alquimia, etc., una triple composición del hombre: cuerpo, Alma (o periespíritu)
y Espíritu, puede uno detenerse a analizar los fenómenos que mencionan los
espiritistas, casi siempre reales.
Eso fue lo que Yo hice inútilmente en esos días de Egipto, recorriendo
diversos Centros Espíritas y entrevistándome con numerosos Médiums.
La desilusión no podía ser mayor pues, en la mayoría de los casos, el
Médium era una persona de baja capacidad intelectual, incapaz de explicar
claramente la naturaleza de los prodigios por él protagonizados, o por el contrario
el Médium era un pícaro, demasiado avispado para brindar explicaciones y más
bien gustoso de rodearse de un halo de “misterio”.
La conclusión que sacaba de esas exploraciones se resumía en que
cuando el sujeto era protagonista real de un fenómeno Mediumnímico no podía
ejercer ningún control sobre el mismo, siendo en la generalidad de los casos un
“mentecatto”. El Médium Escribiente no era consciente de lo que escribía,
situación abyecta que sin embargo llenaba de alegría a los testigos quienes
afirmaban que ello constituía la “prueba” de la veracidad del prodigio. Lo mismo
podía decirse sobre las otras clases de Mediumnidad.
El Médium Parlante, totalmente “poseído” por el Espíritu o “entidad
desencarnada” –según la jerga espírita– hablaba, reía, bramaba, o se
contorsionaba ante el éxtasis contemplativo de los acólitos, tan ignorantes como
insensatos. Y el Médium Oyente, que despertaba mi particular interés, oía, pero
no una sino un concierto de voces. Y éstas lo invadían en todo momento,
ordenando, solicitando o suplicando determinadas acciones, muchas veces des-
honrosas o groseras. Algo deprimente que nada tenía en común con mi superior
experiencia.
Convencido de que por ese camino sólo hallaría enfermos o fanáticos, hice
lo más lógico que puede uno hacer en esos casos: me aboqué a buscar una
solución a mi problema valiéndome de mí mismo, de mi propio análisis y
experiencia.
De ese modo, repasando rigurosamente los procesos psíquicos que
culminaban con la aparición de la Voz, comprobé que la clave no radicaba en la
interrogación mental, en “preguntar” a la Voz esto o aquello. En mi confusión, a
la que contribuyó no poco el contacto y la observación de los espiritistas, Yo creía
que la Voz respondía a interrogantes planteados en mi conciencia durante la
meditación. Tomando arbitrariamente esta creencia por una verdad concluía que
sería posible interrogar conscientemente a la Voz, es decir, que Yo preguntaría y
la Voz respondería: Craso error... como verás enseguida.
La meditación de todo esto me permitió comprender que la “interrogación”
es una actitud intrínsecamente racional; es decir, que sólo es posible interrogar a
partir de esa ordenación que llamamos razón. De todas las criaturas existentes
sólo el hombre interroga y lo hace para saber, para obtener conocimiento.
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