Page 568 - El Misterio de Belicena Villca
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hasta que recibió la autorización para acercarse a Chang Shambalá: debe
todavía atravesar el Cancel y persuadir a sus Guardianes de que, en efecto,
cuentan con el aval de los Maestros. Se comprende, entonces, que trate de evitar
errores y se aproxime lentamente a su infernal destino.
Por nuestra parte, debemos partir lo antes posible pues se acerca el
Invierno y pronto los pasos del Himalaya se convertirán en glaciares. Empero,
una vez en el Tíbet, nos apartaremos de la ruta comercial tomada por Schaeffer y
adelantaremos jornadas hasta darle alcance.
Capítulo XXII
Karl Von Grossen tenía todo previsto para salir de inmediato cuando
nosotros llegásemos. No obstante, pese a los esfuerzos, no se podría iniciar la
marcha hasta dos días después. El día siguiente a nuestra llegada lo pasé, pues,
entretenido en recorrer el Monasterio y examinar la maravillosa obra escultórica
de la Pagoda. Allí me ocurrió un simpático hecho que, asombrosamente, te ha
afectado a ti, neffe Arturo, más de cuarenta años después...
Al penetrar en la nave de la ciclópea roca tallada, me vi rodeado de
improviso por un grupo de monjes kâulikas. Hasta ese momento habían estado
entonando un mantram frente a una gigantesca estatua de Shiva danzando sobre
el Dragón Yah: al notar mi presencia fueron silenciando poco a poco sus bijas y
luego, al igual que los árabes que me secuestraron en El Cairo, se precipitaron
como hechizados junto a mí. Mas entonces Yo estaba prevenido pues largos
años había pasado en los Ordensburg y en la Orden Negra bajo la instrucción de
Konrad Tarstein para ignorar lo que les sucedía a aquellos Iniciados. Era el Signo
del Origen, el Signo invisible para mí que en los kâulikas causaba el efecto
carismático de elevarlos espiritualmente hacia el Origen de Sí Mismo: por eso
ellos deseaban situarse cerca mío, contemplarme, sostener la percepción de lo
Increado. Nada más que eso querían y por eso Yo permanecí inmutable en el
sitio, mientras aquellos Iniciados se ausentaban de la irrealidad del Mundo y
accedían a la Realidad del Espíritu.
Así permanecimos un rato, en absoluto silencio: una nueva corte de
estatuas para aquel gélido panteón. Yo comprendía su lengua y había intentado
hablarles, pero fue inútil pues en su estado místico consideraban casi un
sacrilegio dirigirme la palabra. Luego de un tiempo prudencial comencé a pensar
la forma de librarme de ellos, cuando advertí que se acercaba, inusualmente
sonriente, el Guru Visaraga. Todos los monjes se apartaron a su paso y él,
tomándome del brazo izquierdo, me sacó de tan difícil situación. Lentamente me
condujo al patio, seguido a regular distancia por los alucinados monjes.
En el patio lo aguardaban los sadhakas que vimos la noche anterior,
soportando cada uno la rienda de un enorme mastín. Llevaban correa al cuello,
sin bozal, de donde se sujetaba la mencionada rienda, y sin embargo no
proferían ni un ladrido: mudos, silenciosos como los monjes que me rodeaban,
aquellos terribles canes me observaban sin pestañear.
Entonces el Guru Visaraga habló. Y sus palabras aún resuenan en mis
oídos con extraña nitidez.
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