Page 626 - El Misterio de Belicena Villca
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Nada podía objetar frente a esa admirable decisión, pero Karl Von Grossen
pensaba diferente. Llamó aparte a Srivirya y a Bangi y los calificó de “desertores”.
“Su misión, les dijo, sólo concluiría cuando los que saben evaluasen los
resultados de la operación”. Y tales personas, por supuesto, se encontraban en
Alemania: a ambos, pues, les correspondía acompañarnos hasta nuestra patria y
brindar sus valiosos testimonios. Entonces quedarían libres para regresar, y la
pondría a su disposición todos los medios necesarios.
Como los monjes vacilaban, Von Grossen los presionó moralmente
asegurándoles que de cualquier modo nos tendrían que acompañar hasta
Shanghai para oficiar como intérpretes de chino, y, una vez allí, “no les costaría
mucho” embarcarse hacia Alemania, “que quedaba casi tan lejos como Bután”.
Pero esto no era cierto.
Srivirya y el gurka, en efecto, hablaban chino, pero nadie conocía ni una
palabra de japonés, el idioma de quienes ocupaban la mitad de China. Por el
contrario, Oskar y Yo cursamos chino y japonés en la carrera de Ostenführer del
NAPOLA; y los dos dominábamos el mandarín y el japonés. Pero, de cualquier
modo, siempre existía el recurso del inglés, lengua desprestigiada en el Asia pero
con la cual podía comunicarse Von Grossen o cualquiera de nosotros. El idioma
universal del Asia, según habían pretendido los hijos de la Pérfida Albión, sería el
inglés, mas la verdad era que sólo lo hablaban los funcionarios coloniales y los
cipayos de siempre; entre los miembros cultos de los pueblos asiáticos, llámense
India, Nepal, Cachemira, Bután, China, Birmania, etc., el inglés era resistido y
permanecía habitualmente desconocido, por no decir ocultado y odiado.
Aunque desaprobábamos la actitud de Von Grossen, ni Oskar ni Yo
desmentimos sus argumentos. Observábamos risueñamente, en cambio, como
los dos extraordinarios Iniciados iban poco a poco cediendo en sus posiciones.
La verdad era que en el fondo todos queríamos que los dos monjes viajasen con
nosotros a Alemania. Cuando, al día siguiente, partimos hacia Sining, ya estaban
casi convencidos por el persuasivo Standartenführer.
Capítulo XXXV
Qué ciudad, neffe! En aquellos días contaba con no menos de 130.000
habitantes, y un perímetro de más de 20 km. A sus altísimas murallas llegaban
rutas de todo el Asia: de Mongolia, de Rusia, del Turquestán, de la Dsungaria, del
Afganistán, de la India, etc., además del mencionado Chang-Lam procedente de
Lhasa, por el que arribaron las carretas que nos transportaban. Nuestro camino,
desde que los perros daivas nos depositaron al pie de la cordillera Chan Nan,
seguía un mismo derrotero natural: bordear la cordillera por un lado, que ahora se
prolongaba en los montes Ma-ha-che, y el Río Sining por otro; sobre su orilla
derecha se hallaba Sining-Fu, a 2.500 mts. de altura.
La ciudad de Sining era un gigantesco mercado, al que ni la guerra civil, ni
la guerra nacional contra el Japón, habían afectado su ritmo febril. La única
alteración la constituían las diferentes tropas que coexistían recelosamente y que
de tanto en tanto protagonizaban algún incidente. Tales tropas pertenecían a
otros tantos ignotos Señores o triadas y controlaban, cada una, un sector de la
ciudad: hasta existían facciones nacionalistas y comunistas, además de las
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